EDITORIALA

Las pensiones, en medio de la transferencia de la riqueza social en favor del capital

Esta semana la Comisión Europea ha informado de que, en términos financieros, da por finalizada la excepcionalidad pandémica, por lo que los países miembros de la Unión Europea deberán rebajar el déficit hasta el 3% y el endeudamiento público deberá quedarse en el 60%. Dicen haber aprendido algo en este periodo, y por eso afirman que el ajuste no debe hacerse limitando inversiones, sino recortando gasto.

Es decir, se recortarán salarios, pensiones y servicios, a la vez que se sostienen los proyectos que con dinero público financian los beneficios de las grandes corporaciones. En otras palabras, es una transferencia organizada de capital público y familiar a lo privado: neoliberalismo con aroma de «New Deal».

En este contexto, a ambos lados del Bidasoa las pensiones han marcado la agenda socioeconómica de la semana. En el Estado francés, con nuevas huelgas y protestas contra la reforma de las pensiones que lleva la firma de la primera ministra, Élisabeth Borne. En el Estado español, con el acuerdo entre el Gobierno de Pedro Sánchez y las instituciones europeas para implementar la reforma de las pensiones. En este caso, el pacto ha contado con el apoyo de Podemos y los sindicatos estatales, mientras que la patronal española ha montado en colera.

Lo cierto es que tanto el programa electoral de Macron como el pacto de Gobierno de Sánchez contenían reformas divergentes. Está por ver cómo gestionan esos mandatos, condicionados en un caso por la presión popular y en otro por la institucional.

Contrastes que tienen explicaciones

A falta de conocer los detalles, los cambios acordados por Madrid con Bruselas afectan al periodo de cómputo de la pensión, que se calcularía con 25 años cotizados o con 29 años, pero en este caso excluyendo los dos peores. También plantean que los salarios más altos coticen más, y que sean las empresas las que asuman este recargo.

Mientras tanto, ayer Baiona era testigo de otra movilización. Las huelgas y protestas masivas de esta semana en el Hexágono no impidieron que el Senado aprobara retrasar la edad de jubilación de los 62 años a los 64.

Claro que, en el Estado español, la edad de jubilación ya está en los 67 años. Las pensiones mínimas, que tienen un sesgo de género bestial, mantienen a miles de personas entre la subsistencia y la pobreza. Bruselas le concede ahora algo de oxígeno a Madrid, con una fórmula alternativa al aumento del periodo de cómputo, aceptando la subida de las cotizaciones más altas y ganando algo de margen para subir las pensiones mínimas.

Además, todos ganan tiempo para gestionar un sistema que nadie considera viable a medio plazo, algo que en el caso francés está sujeto a debate, tal y como ha planteado el Consejo de Estado.

Otro factor es el menguante peso del sindicalismo en el Estado español, que contrasta con el importante ciclo movilizador francés, primero de la mano de los «chalecos amarillos» y ahora con la unidad sindical frente a la reforma Borne. Ojo, porque el balance por el momento no es alentador.

Tampoco es edificante la forma en la que la burocracia europea pastorea a los gobiernos, institucionalizando la pérdida de soberanía sin mediar debate. Las autoridades europeas establecen planes que se deben cumplir y límites que condicionan mandatos democráticos. Tal y como sabe la ciudadanía vasca, la pérdida de soberanía afecta a la democracia y, en general, empobrece a las sociedades que la sufren.

Desgraciadamente, la transferencia de la riqueza social en favor del capital es un elemento común a las políticas europeas. No se puede perder de vista que esa doctrina rige tanto las ayudas como las reformas.