Aritz INTXUSTA
SANFERMINAK

«Iruindarrak, gora San Fermin!»

Los sanfermines han vuelto, dejando Iruñea completamente patas arriba. Ni el retorno gris de los txupinazos de UPN ni la tromba vespertina fueron capaces de impedir esa fiesta incontrolable que se movió por el centro de una ciudad con los comercios blindados con tablones y rendida al desenfreno.

Las banderas, otro año más, hasta el corazón de la plaza.
Las banderas, otro año más, hasta el corazón de la plaza. (Iñigo URIZ | FOKU)

Las tiendas de Alde Zaharra habían tapiado la noche previa sus escaparates con tablones de madera como una isla del Caribe bajo aviso de huracán. La ciudad despertó ayer con todo el mundo andando con mucha prisa. Los recién llegados caminaban mirándolo todo, intentando coger alguna referencia que no les valió poco rato después. Se habían perdido ya y no lo sabían, los muy angelicos. Las miradas al cielo volvían a la tierra perplejas, en contra de todos los augurios, no llovía. Los almuerzos en la calle fueron el premio a quien se resistió a darlo todo por perdido desde la víspera. La tromba, eso sí, cayó con una fuerza descomunal y durante varias horas a partir de media tarde.

La prisa de los de blanco y rojo a primera hora tiene que ver con las burbujas. Los momentos previos al txupinazo son crepitantes. Es realmente difícil estarse quieto. Una emoción inconcreta que tiene un punto infantil empuja al movimiento constante, como si fuera aquel motor inmóvil de Santo Tomás. Todo el mundo tenía mil cosas por hacer. Llevar algo a tal sitio, quedar con el amigo para dejarle unas llaves, sentarse a buena hora a almorzar, comprar pan, pasar por la farmacia.

Porque Iruñea crepita el 6 de julio como el aceite de una sartén bien caliente del que ya sale humillo cuando lanzas el primer huevo. El fuego está a tope y se sigue calentando. Y ahí que va un huevo tras otro. El chisporroteo se acrecienta con cada clara, con estallidos azarosos que salpican a un cocinero que se escuda tras la tapa, conforme se acercan las doce: hora del cohete.

La Plaza del Ayuntamiento fue un espectáculo. Rostros agónicos, periodistas kamikazes, planos de la elaborada fachada barroca y miles de ojos mirando desde todos los bares que tienen televisión de la ciudad. Lo mismo de siempre. O, mejor dicho, de casi siempre, pues se cumplieron diez años de la hazaña de los arrantzales que tendieron una ikurriña gigante de lado a lado de la plaza tapando el principal tiro de cámara. Histórica efeméride, que dio después pie a una persecución policial propia de Mortadelo y Filemón.

¿Por dónde saldrá la bandera?, ¿cuántas habrá?, se preguntaban los televidentes que llevaban un vaso con tinto y gas en una mano. Ya hay respuesta: las flechas de Etxera, la ikurriña, la de Nafarroa, más alguna otra llamando mafiosos a los de la UEFA y la de GKS.

El lanzamiento del txupinazo desde el balcón no pudo ser más clásico y más gris. Se asomó al balcón Norma Duval. Va otra vez: salió Norma Duval. Esa, la misma. Aquí gobierna UPN y se tiene que notar. Por lo demás, el dedazo de una alcaldesa, Cristina Ibarrola, decidió que, otra vez, prendiera la mecha Osasuna, que medio lo lanzó también el año pasado. El presidente del club, Luis Sabalza, lanzó un «Gora San Fermin!» en segundo término, por el qué dirán y, agur, o mejor dicho, adiós, no vaya a ser que alguien no lo entienda.

Toca volver al símil de la sartén con un dedo de aceite hirviendo, porque el efecto que tuvo ese timidísimo «pum» del txupinazo (lo justo audible en la vida real) fue de echar sobre ella un vaso de agua. Una multitud de estallidos al contacto de agua y aceite provocó que la sartén bailara sobre la vitro manchando toda la cocina -que por si no lo han adivinado ya, representa a Alde Zaharra-, de modo y manera que el centro de Iruñea salió de la reacción química totalmente cambiado, sucio, algo maltrecho, pero rebosante de felicidad, situación en la que se mantendrá hasta el día 15.

Fue, precisamente, este huracán de aceitosas explosiones a las que da inicio el txupinazo el que, como dicen los colombianos, ‘patasarribó’ la ciudad, además de suponer el motivo último por el que los tenderos habían blindado los escaparates con tablones.

Volviendo a esa plaza convulsa que gritaba «UPN, kanpora» tras la explosión del cohete, llegó el momento de desalojar. Esta fue una tarea imposible de ejecutar. Solo los gaiteros recordando a la gente que sin un duro, no te hace caso nadie, fueron capaces de empujar al gentío hacia el resto de calles, plazas, bares y porches de Alde Zaharra, donde se acabaron reuniendo con los que almorzaban, con el botellón de la Plaza del Castillo y con el resto de especies que componen el ecosistema sanferminero, del más pijo al más tirado y del más viejo al más novato.

Cronicar a partir de este punto lo que sucedió en Iruñea resulta una tarea tan inabarcable como improbable. Habría que ir calle a calle, bar por bar y cuadrilla por cuadrilla. Sí que cabe apuntar, por si alguien no cayó en la cuenta, que algunos ratos llovió con cierta fuerza.

Además de los litros de agua de la tormenta y de aquella que acabó derramando de katxis, también se vertió champán en el portal de Zumalakarregi en recuerdo de todos los que no están. Ocurrió a eso de la una.