Koldo LANDALUZE
MI SOLEDAD TIENE ALAS

Un correcto grafiti en una barriada olvidada

En este su debut detrás de la cámara, Mario Casas ha querido acaparar demasiado territorio. En su afán por llevar a cabo una obra con la que pretende brindar un homenaje al cine quinqui ochentero, el director plantea demasiadas vías en torno a sus personajes.

Ejemplo de ello es el propio protagonista, encarnado por el hermano del director (Óscar Casas), un joven que vive en un humilde barrio de las afueras de Barcelona junto a sus dos grandes amigos. Los tres tan solo tienen marcada en su brújula existencial el presente, porque el futuro para ellos es una simple quimera. Su rutina se resume en realizar pequeños robos a joyerías y acudir a fiestas. No obstante, en las entrañas del protagonista se remueve un hálito creativo que le empuja a plasmar su necesidad de pintar grafitis. En esta tesitura, la irrupción repentina de su padre alterará por completo su vida.

UN FILME BIEN ELABORADO

De esta manera, lo que arranca siendo un filme con reminiscencias de thriller va dirigiéndose hacia un confuso entorno dramático en el que suceden demasiadas cosas, incluso un atraco fallido que provocará un cambio de escenario que los llevará a Madrid y con la policía pisando sus talones.

Técnicamente el filme está bien elaborado, Casas logra un buen retrato urbano que transmite la esencia de los barrios mediante el diseño de sus personajes y sus diálogos. Incluso se atreve a arrancar la película con un vibrante plano secuencia envuelto en una más que notable fotografía, pero hay algo en las entrañas de “Mi soledad tiene alas” que le impide volar un poco más alto y ello se revela en ese extraño punto inerte en el que se queda después de explorar diferentes caminos.