Entre Rubiales, Coronados y gabinetes de crisis
El mal llamado «caso Rubiales», porque, como ya ha quedado patente, no es un problema de un solo hombre sino de toda la estructura de poder que le secundaba, es un caso para estudio sobre abuso patriarcal. Un manual del buen maltratador, del que no necesita pegar ni ejercer violencia física, mezcla del caballero que quieren representar el actor Coronado o el periodista Vallés, que ya no saben cómo tratar a las mujeres, y un putero cualquiera, que piensa que las mujeres están a su servicio. Pero, claro, ellos nunca violan, ni agreden a las mujeres, solo las tratan como tal.
Sin embargo, las jugadoras han tenido que relatar toda una vida de ninguneo y abusos para que una parte de la sociedad mirásemos con empatía a quienes han demostrado que eso que se nombra como valores deportivos: capacidad de superación, colaboración y trabajo de equipo, sacrificio… es algo que ellas han desarrollado, no ya gracias al trato o la atención debida, sino a pesar de ser tratadas como «niñas que juegan a lo que hombres saben hacen». Desde el Tribunal Administrativo del Deporte tenían opciones para sancionar a Rubiales, con falta «muy grave», pero eso podría suponer cuestionar la gestión no solo del acto aislado, sino del estilo de dirección en una Federación en la que no se daban hechos aislados, sino una manera muy concreta de entender y ejercer el poder. Centrar la atención en el último acto de agresión desenfoca el problema real que las jugadoras venían denunciado desde hace años, una manera de ejercer el abuso patriarcal que las jugadoras han puesto en jaque.
Se ha querido judicializar el proceso para volverlo un problema de un mal momento. La euforia, la rabia o la tristeza masculina parece que siempre la tenemos que «aliviar» las mujeres con nuestros cuerpos. Se ha judicializado, interesadamente, el hecho puntual y al agresor aislado, Rubiales, lo que facilita que mucha gente no entienda la gravedad de lo ocurrido y considere que es algo «banal» como para llevarlo a un juicio. Y eso, precisamente, es lo que ocurre en la mayoría de los juicios sobre violencia machista donde, además, no ha habido cámaras porque suele ser una violencia que abusa desde lo íntimo y en el espacio íntimo. Todos los instrumentos jurídicos y, sobre todo, su aplicación, están pensados para juzgar hechos concretos. En la violencia machista, donde no hay violencia física extrema, hay una enumeración de actos que, aislados, pueden no parecer tan graves pero que cuando se toma la imagen de conjunto nos hablan de una historia de abuso de poder constante, de manipulaciones y de agresiones de diferentes intensidades que pasan no solo invisibilizadas o normalizadas sino minimizadas, lo que allana el camino para la continuidad de la violencia cotidiana porque muchas personas siguen pensando que «no es para tanto». La jugadora J. Hermoso ha recibido desde el inicio todo tipo de presiones, primero para que saliera en defensa de Rubiales, después para intentar desacreditarla, luego para obligarla a denunciar judicialmente, ella sola, a pesar de que, como hemos visto, hay todo un movimiento de deportistas y, no solo futbolistas, denunciando los tratos vejatorios y los abusos de entrenadores, cuerpo técnico o federaciones. Han querido dejar a J. Hermoso sola y lo que han conseguido es que una marea de deportistas se solidarice con ella porque sienten que J. Hermoso, de una u otra manera, representa lo que ellas mismas han vivido como deportistas profesionales a las que se trata siempre como «mujeres» cuyo peaje por estar en el lugar de los «dioses» es altísimamente doloroso y, sobre todo, injusto.
Hace décadas que venimos advirtiendo del incremento de violencia contra las mujeres como parte de la reacción patriarcal y no como fruto de una «lacra» o de un «fenómeno» asociado a un solo elemento. A inicios de septiembre, la red de mujeres sobrevivientes de violencia formado por Bizitu, Goizargi y Guerreras del Alto Deba, emitieron un comunicado que cuestionaba el modelo de actuación institucional que convoca gabinetes de crisis en función del número de mujeres asesinadas, lo que puede hacer percibir a la población una situación de excepcionalidad, cuando, en realidad, tenemos un problema sistémico y no de crisis.
Desde hace años escuchó hablar a profesionales sobre los machirulos señalándoles como psicópatas o narcisistas. Tener rasgos no te hace sufrir un trastorno o una patología clínica. La construcción de la masculinidad se basa, entre otras cuestiones, en un sentimiento de superioridad que va de la mano de la identificación de las mujeres como la otredad. Los paralelismos, que no las comparaciones, nos pueden ayudar a entender las problemáticas relacionadas con los sistemas de opresión como ocurre en el sexismo o en el racismo. Es difícil pensar el racismo desde la psicopatía, pero resulta muy fácil trasladar esta conclusión a las relaciones entre hombres y mujeres. Hay un interés creciente en entender lo que pasa, destacando rasgos de personalidades, en lugar de analizar una cultura y unos valores que alimentan esos rasgos de personalidad. La misoginia, como el trato «denigrante» a las personas por su origen, rasgos y/o aspecto está cargado de crueldad y de «banalidad del mal», como diría H. Arendt. En este desorden al orden patriarcal que estamos generando, el asunto sigue siendo desvelar el orden estructural para no tener que pasarnos la vida desaprendiendo. Simplificar lo complejo es un ejercicio determinante para cualquier sistema de opresión porque así solo se ven descripciones aisladas sin nexo. Desviar la atención hacia los rasgos de personalidad es un «fenómeno» que desactiva el análisis político feminista, porque no son psicópatas sino hombres educados en el machismo que les hace sentirse «los putos amos» para investirse como tales, a veces, con una crueldad extrema y, otras, con una buena dosis de paternalismo caballeroso, ambas formas, parte de una misma masculinidad, de una misma fratría, a la que nadie le va a decir lo que tiene que hacer. Pues va a ser que «se acabó».