Iñaki ZALDUA-CALLEJA
Investigador del Departamento de Sociología y del grupo de investigación Parte Hartuz
GAURKOA

Sobre la necesidad de codificar las emociones en política

Ninguna persona nos escapamos de ese conglomerado abstracto al que llamamos sociedad. La creamos y la estructuramos, de la misma forma que nos configura como individuos. Es el sino del ser social: estamos obligadas a convivir con y entre el resto de personas.

Esta necesidad, vital en cualquier ser vivo, se perfila especialmente compleja en el ser humano. La necesidad de socializar nos ha llevado a construir y heredar un marco político que garantiza un relativo estado de bienestar para los individuos que acoge bajo su paraguas.

Creo fundamental, especialmente a la hora de participar en el debate público municipal, tener presente el siguiente axioma: pertenecemos a la misma comunidad de personas; por lo que, posiblemente y pese a las diferencias concretas de cada ser, compartamos una idiosincrasia y modo de ver el mundo similar.

No obstante, el anterior contexto no impide que también socialicemos en los tiempos de lo efímero, lo banal, del consumo rápido y superficial. Pertenecemos al tiempo del hablar por hablar, lo que muy a menudo imposibilita una conversación seria, serena, o con algún objetivo más allá de dar nuestra más o menos fundamentada opinión.

Evidentemente, estas acciones cotidianas se reproducen de forma inconsciente en los diferentes espacios de poder, como pueden ser los ayuntamientos municipales. Mi experiencia como concejal me demostró que quienes ostentan el poder político no poseían especial interés por hacer mal a nadie en particular. Por el contrario, estos actores políticos no admitían críticas o discursos que demostrasen el mal que efectuaban sus políticas sobre ciertos sectores vulnerables del organigrama social. Esta realidad, visible públicamente en cualquier pleno municipal, no debería hacernos caer en la siempre engorrosa categorización de buenos y malos. Cómo he dicho antes, todos y todas pertenecemos a la misma comunidad; por lo que, hemos crecido, reído, disfrutado y contemplado el mundo juntas. Pero entonces, ¿por qué se ningunea en los debates de forma sistemática a las minorías?

Si bien creo que una única respuesta categórica no resolvería nada, debido a que, cada medida política conlleva una relación de poderes, discursos y aplicaciones propios, pienso que el factor principal que les impulsa a evitar el debate es que los discursos políticos y personales se ejecutan en claves emocionales. En consecuencia, hablamos desde lo que sentimos, hemos escuchado y creemos saber o entender; desarrollando finalmente miedo a caer en la incoherencia e hipocresía de las políticas llevadas a cabo. Esto sucede por lo mencionado en los párrafos anteriores, hablamos por hablar, pero no para escuchar, comprender y acordar.

Es por ello que se torna fundamental abstraernos de las opiniones para poder sistematizar las discusiones. Si pertenecemos a la misma comunidad, con idiosincrasias comunitarias similares, comprensión del bien y del mal idénticos, formas de ocio compartidas, etc., llegar a acuerdos no debería ser tan difícil.

Es aquí cuando las personas en general, y los cargos electos con cierto poder en particular, se ponen nerviosas. Plantear para qué, por qué y el cómo se van a ejecutar las acciones concretas (qué -s), conlleva encontrar contradicciones inasumibles para las mismas personas que toman dichas decisiones.

Pongamos como ejemplo la elaboración de los presupuestos municipales para facilitar la comprensión. Lo más probable es que todas las electas estén de acuerdo en querer un pueblo mejor, tanto para sí como para sus vecinos y vecinas (dimensión del para qué). Discutible será sin duda, dentro ya de la dimensión del por qué, acordar cuales son las características de un pueblo mejor en tiempo y forma. No obstante, si todas compartimos un mismo planteamiento del bien y del mal, no debería haber problema para llegar a acuerdos ideológicos en temas como el urbanismo, la convivencia, la fiscalidad, el feminismo o el ecologismo.

Una vez acordada la guía, llega la forma en la que se va a caminar hacía dicha utopía (dimensión del cómo). Podría ser por medio de subvenciones privadas o públicas, por medio de potenciar la cooperación vecinal (auzolan), o por medio de diferentes procesos de gobernanza colaborativa. Los medios no son especialmente problemáticos a la hora de poder llegar a acuerdos.

Y finalmente, llegamos a la dimensión del qué. Esta es en la que, si no se da ningún consenso anterior se efectúan las discusiones más absurdas. El motivo es sencillo, los discursos se desarrollan sobre opiniones y no sobre un marco comúnmente diseñado mediante el que llegar a acuerdos. No hay lugar al que llegar, simplemente acciones opinables sobre las que negociar. ¿Por qué es más importante destinar dinero para la reforestación que habilitar un espacio para personas con movilidad reducida? ¿Por qué hay que reducir o aumentar el sueldo de los y las electas? Entendedme, estas no son acciones excluyentes unas de otras, es más, todas deberían tener un espacio en el debate; pero, en un presupuesto finito y sin un marco general, corremos el riesgo de que las discusiones se tornen en estas claves.

Recordemos que vivimos en el siglo XXI. Si la sociedad es cada vez más heterogénea, en términos de identidad, burocracia, límites, etc. ¿Por qué no comenzamos a estructurar nuestras políticas teniendo en cuenta la complejidad sociológica? No obstante, creo firmemente que es cuestión de voluntad. Voluntad para reconocer las necesidades formativas propias y voluntad para poder entender la sociedad más allá de la política de partidos. Valentía para codificar la emoción y sistematizar la conversación.