Alentando el golpismo
Estamos asistiendo a un goteo incesante de declaraciones golpistas tras unas elecciones a Cortes en las que los candidatos de las derechas suponían que accederían a la presidencia del Gobierno. Por el contrario, los resultados arrojaron pactos, al parecer inesperados, y Feijóo y Abascal finalmente no llegaron a la Moncloa. El acontecimiento ha vuelto a reavivar la eterna cuestión que atenaza a la naturaleza hispana, el conflicto territorial. Un tema que, históricamente, cohesiona en términos antidemocráticos y absolutistas al proyecto del Estado español y que ahora no ha sido menos. Con el sempiterno «España se rompe».
Con la cuestión territorial, el golpismo se presenta nuevamente a flor de piel del unionismo. No deja de ser sorprendente que la desobediencia catalana, que llevó al referéndum cívico de independencia el primero de octubre de 2017, fuera tratada en inicial instancia como rebelión y, según el Supremo, castigada por «sedición». De aquella consulta, España concurrió que los animadores del procés català dieron un «golpe de Estado», de la misma manera que en 1936, Mola y Franco tacharon a los republicanos salidos victoriosos de las urnas a través del Frente Popular, de reos de «rebelión militar», o con eufemismos como «conspiración», «traición», «adhesión», «ayuda», «excitación» o «auxilio a la rebelión». Un sinsentido, cuando el golpe franquista fue transformado en «alzamiento» y llevó a prisión y a las cunetas a decenas de miles de ciudadanos cuyo único delito había sido votar en unas elecciones que las derechas no ganaron.
En esta ocasión, y adecuado a los tiempos, el juez García Castellón ha dictado procesamiento contra Carles Puigdemont y otros bajo la acusación de «terrorismo», uniéndose a la ola mundial del 11S, equiparando al entonces president a un lobo solitario yihadista. Y para guardar su retaguardia, el mismo juez ha solicitado amparo al Consejo General del Poder Judicial, como si su decisión estuviera al margen de las críticas. Al igual que en 2012, la jueza Ángela Murillo condenara a Arnaldo Otegi, Rafa Díez, Miren Zabaleta, Arkaitz Rodríguez y Sonia Jacinto por «pertenencia a banda terrorista», cuando un año antes el mismo Supremo había declarado sobre Otegi que defendía «la conveniencia y necesidad de un proceso de diálogo y negociación para la resolución del conflicto de manera pacífica y democrática».
El relato de la unidad de España, avalado por ese sentimiento emocional sobre un territorio de conquista, se nutre de un tremendo complejo. La pérdida de lo que fue un imperio, sustentado en macro y microgenocidios, y la imposición de una religión, una lengua y una monarquía heredada de un soplo supuestamente divino. La nostalgia del pasado como un valor para el presente. No más «pérdidas». Y para ello, recuerdos de ayer para transformarlos en presente y futuro, al estilo de las extravagancias construidas ad hoc por chamanes convertidos en tertulianos. Ya en los antecedentes de 1936, Calvo Sotelo dejó una frase eterna: «Antes una España roja que rota». El color puede cambiar, pero la «partición», a no ser de una «reconquista» militar, es irreversible.
La incitación al golpe de Estado llega ahora de la mano de quienes forman el disco duro del proyecto unificador y nostálgico hispano. Desde la Iglesia, la asociación de fiscales, la Guardia Civil, la Policía, el Ejército, los bancos, la patronal, la «intelectualidad» y, sobre todo, desde el PPJ (Partido del Poder Judicial), las manifestaciones han sido tan sostenidas que a uno se le eriza la piel. No tengo dudas de que, de producirse décadas antes, el golpe de Estado se hubiera engendrado, abocando a las cunetas a decenas de miles de hombres y mujeres y atiborrando nuevamente las cárceles. Hoy, sin embargo, los golpes de Estado no se rigen, con excepciones, con las técnicas definidas por Curzio Malaparte. El lawfare (eufemísticamente conocido como «golpe blando») se llevó por delante gobiernos progresistas como en Haití, Paraguay, Honduras, Brasil o Bolivia. Y criminalizó a otras oposiciones también disidentes del modelo de Estado, como en Guatemala, Colombia... Catalunya o Hego Euskal Herria para evitar que construyeran una alternativa.
Desde ciertas instancias, en particular cuando las incitaciones al golpe de Estado se han producido desde el Ejército español, el análisis ha sido leve: «están en la reserva y ya no tienen poder de decisión». Pero no es acertado. El hecho endogámico, en el Ejército y en la Guardia Civil especialmente, tiene un peso personal pero también político. Habría que recordar que los generales de división, capitanes generales, tenientes coroneles, y demás, hoy licenciados, fueron no hace mucho la vanguardia en los conflictos territoriales en España. Los que impusieron una estrategia determinada.
Por poner un ejemplo ilustrativo. La AMD (Asociación de Militares Españoles), ya retirados, que es la que pedía la intervención del Ejército para derrocar al Ejecutivo de Pedro Sánchez, ilustra su manifiesto golpista con la fotografía de la rueda de prensa que ETA ofreció en Talence (Burdeos) en 1973 para reivindicar el tiranicidio de Carrero Blanco. Asociación de ideas lo llaman. Varios de estos generales jubilados continúan en activo en empresas asistenciales, alguna de ellas, por cierto, subcontratadas por instituciones provinciales vascas.
La enjundia alcanza, asimismo, al PPJ, convertido en el principal actor de la política española, tanto para avalar proyectos sociales y nostálgicos, como para mirar hacia otro lado cuando se trata de guardar las espaldas de sus soportes públicos. Las manifestaciones de quienes supuestamente deben imparcialidad apoyando las tesis de Abascal y Feijoo recuerdan a las de una monarquía bananera. El mantra de «España es una democracia consolidada», repetido hasta la saciedad por unos y otros, baila a la par del «excusatio non petita, accusatio manifesta». ¿Tan seguros están de sus cimientos? ¿O necesitan de nuevo la fuerza?