Transformaciones
A juzgar por los titulares no hay lugar a duda, vivimos en un mundo en transición. Estamos rodeados de una colección de transformaciones que nos acompañan desde que se anunció la llegada de un nuevo siglo: el siglo XXI, en cuyo desarrollo estamos envueltos. La irrupción de las nuevas tecnologías de información y comunicación, los avances en biotecnología y medicina nos impulsaban sin remedio hacia un mundo, esta vez, verdaderamente feliz. Esa era la promesa.
La globalización ocultaba su cara oculta (“McMafia”) y nos conducía hacia un mundo sin fronteras. Hacia una «nueva economía» de crecimiento continuo, libre de crisis y de las catástrofes propias de un superado siglo XX.
Eran los años de la «Californian ideology» y su famoso «move fast and break things». Los herederos de la contracultura de los años 60 convertidos al liberalismo llegaban al poder. Ahora con una nueva utopía y su tecnodeterminismo que nos hablaba de un mundo «postindustrial» y «postcapitalista», en el que la suma de tecnología, información y el conocimiento impulsaría el crecimiento y la creación de riqueza sin límites ni crisis, llegando a reemplazar las viejas estructuras de poder, los Estados, por nuevas y vitales comunidades virtuales formadas por individuos libres.
Esta abundancia de «palabras mágicas» que ofrecen grandes resultados, con inmediatez y mínimo esfuerzo (Ogilvy) nos han despertado a un mundo tal vez no tan nuevo, pero tan humano y rodeado de crisis, como el del superado siglo XX.
Basta una mirada atrás, y recorrer estos últimos 23 años para ver el ciclo ininterrumpido de sucesivas crisis que desde la del primer año 2000 (burbuja dot-com), nos llevó a la crisis financiera global y del euro (2007-2018) y a de la aún reciente pandemia (Covid-19 2020-2022) para llegar a la situación actual con sus múltiples desafíos: clima, energía, geopolítica... Vivimos en un mundo de conflictos y múltiples crisis en el que como titulaba el semanario “The Economist” (11 febrero 2024) parece que «estamos aprendiendo a amar el caos». Y todo esto en un año 2024 en el que 4.000 millones de personas, en 70 países, tendrán que votar su futuro en distintos procesos electorales (USA, India, México, Europa... y Euskadi). Una verdadera prueba para el futuro de la democracia en momentos de escepticismo.
Llegados a este punto, al igual que David Brooks (“New York Times”) podemos preguntarnos: ¿qué diablos ha pasado? ¿Por qué las esperanzas de los años 90 no se han hecho realidad? ¿Cuál es el factor crítico que ha hecho a este siglo XXI tan tenebroso, regresivo y peligroso?
Las respuestas no son fáciles de encontrar y menos de explicar, responden a una realidad compleja. Lo poco que parece estar claro es que necesitamos adaptarnos a las nuevas realidades y que no podemos abandonar nuestra responsabilidad personal con el futuro que queremos construir.
Algunos culpan de todos los males a la tecnología; pero la tecnología, que McLuhan definía como una extensión del ser humano y sus capacidades, ha hecho lo suyo, lo que le corresponde, nos ha potenciado y nos ha dejado a los seres humanos al descubierto. Los males que ahora le reprochamos no dejan de ser una manifestación, un poner al descubierto nuestras propias debilidades. El engaño ha existido antes que las «fake news», las autocracias han precedido a las democracias. Por no hablar de las desigualdades, polarizaciones y otro tipo de males que hoy protagonizan las noticias y que nos han acompañado a lo largo de la historia.
La tecnología nos ha devuelto al primer plano de la actualidad. Si queremos encontrar las respuestas a las preguntas de Brooks, no podemos desviar la mirada, no podemos dejar de mirarnos, de observar y analizar nuestro comportamiento social, no podemos dejarnos llevar por falsos liderazgos que nos prometen un futuro sin esfuerzo envuelto en un presente anestesiado con subsidios.
Vivimos y, como adelantó Andrew Grove (Intel), no tenemos más remedio que «operar en un mundo moldeado por la globalización y la revolución de la información». Hay dos opciones añade, «adaptarse o morir». Y en esas estamos, inmersos en las transformaciones propias de un cambio de era.
Estas nuevas realidades operan bajo tres principios que responden a las tres Cs: conexiones, comunicación y colaboración.
Son las reglas del nuevo mundo hiperconectado, descentralizado, que se mueve a una velocidad x7, en el que la fragmentación es el motor de nuevas reorganizaciones.
Vivimos en un mundo en transformación, en el que nada no es ajeno y que se mueve en dos sentidos, hiperlocal (nuestro progreso parte de nuestra capacidad de hacer y este hacer es colaborativo) y conectado (nuestro crecimiento y bienestar, escala, aumenta cuando lo conectamos a otras realidades locales con las que compartimos valores, talento y conocimiento).
Es precisamente esa necesidad vital de transformación la que debe impulsarnos. No podemos esperar nada de la globalización. Nuestra realidad local es el lugar de nuestro compromiso y la colaboración debe ser nuestro principio de acción. Un hacer colaborativo que integra la diversidad de personas, grupos y comunidades, que comparten propósito y destino, y que sin dejar de mirar al futuro se comprometen en el hacer concreto y diario.
Se trata de romper los silos, de crear y compartir, partiendo de nuestra iniciativa y compromiso, personal y social. La tecnología nos acompaña y nos potencia, la tecnología nos permite conectarnos y contribuir a crear redes globales que potencian nuestras capacidades locales. Pero la transformación es nuestra. No podemos delegarla.
Este año 2024, año de elecciones, nos da la oportunidad de fortalecer nuestras democracias, de elegir y contribuir con el poder de nuestro voto a dar sentido de progreso a esas transformaciones que ya están en marcha y que definirán el destino de nuestra sociedad.