El plató de «El Hormiguero»
La anécdota tuvo lugar en mayo de 1978 en Barcelona, durante una cena-coloquio auspiciada por el Club de Debate de la Asociación de Prensa. Felipe González, que se había quedado con la miel presidencial en los labios tras los comicios generales del 77, ocupó el diálogo entres loas a la socialdemocracia y llamadas a la contención. UCD mostraba ya los primeros síntomas de fatiga y González se había propuesto seducir al electorado derechista. Entonces dejó caer la noticia, el titular, el torpedo: «En el próximo congreso del PSOE propondré que desaparezca la palabra marxismo del programa de nuestro partido». Sorpresa. Suspiros. Copas derramadas.
Cuenta Ignacio Varela que Alfonso Guerra se enteró de la vaina por un teletipo. El secretario de Organización se encontraba en la sede madrileña de Santa Engracia cuando le llegó la noticia, el titular, el torpedo, y tuvo que frotarse los ojos antes de mediar palabra. Esto tiene toda la pinta de ser un camelo, le dijo a Helga Soto, cómo va a andar Felipe torciendo las directrices del partido por su cuenta, a la chita callando y sin contar conmigo. Al día siguiente, Guerra compareció ante un centenar de periodistas para hacer equilibrios de saltimbanqui, que no panda el cúnico, el PSOE sigue siendo marxista de los pies a la cabeza, otra cosa son las palabras, las definiciones, ustedes ya me entienden.
El final de la película es de requetesobra conocido. Llegó el congreso del PSOE, González propuso desprenderse del marxismo y la feligresía le dijo que nanay. Lejos de templar voces, la asamblea dictó una resolución política que promulgaba el internacionalismo, el antiimperialismo, el derecho de autodeterminación y la emancipación de la clase trabajadora. «Somos un partido marxista». Así que González jugó la carta del chantaje y presentó su dimisión, ahí os quedáis, parguelas. Total, que los asamblearios tuvieron que elegir entre quedarse sin liderazgo o quedarse sin principios. Nada que no pudiera resolverse en un congreso extraordinario.
Esta semana pasada, el nombre de Felipe González ha regresado a los corrillos de la cháchara política porque Pablo Motos lo tuvo sentado en el confesionario de “El Hormiguero”. La derecha española ha convertido al expresidente en un francotirador de ocasión, un chow chow peludo y entrañable que saca a pasear cuando pintan bastos para que la carcundia le dedique fervorosas carantoñas y nadie olvide nunca que en otros tiempos el PSOE fue uno, grande y libre. No como Sánchez, el felón, y tampoco como Zapatero, su benefactor, aquel que sembró los fundamentos del declive, subastó la unidad de la patria y compadreó con lo peor de cada casa.
Dice la filósofa Marina Garcés que las promesas crean futuros vinculantes. Al contrario, aquellos que no tienen ningún futuro que ofrecer deben refugiarse por fuerza tras el parapeto de la nostalgia. Ahora que parece abolida la posibilidad misma del progreso, las nuevas derechas populistas se engrandecen entre invocaciones dementes a un pasado dorado que solo existe en el dominio de sus imaginaciones. En ese delirio compartido caben tanto las novelerías de Santiago Abascal sobre la batalla de Lepanto como las añoranzas de los viejos tiranosaurios de la Transición, se llamen Felipe González, Ramón Tamames, Martín Villa o Alfonso Guerra.
En mis tiempos, dice González, el PSOE se imponía con mayorías desbordantes, aquello sí que era un partido como Dios manda, pata negra, puturrú de fuá. Por entonces éramos la alternativa al PP gallego mientras que ahora es el BNG el que parte la pana. Antes el PSE iba como un cohete y ahora son el PNV y EH Bildu quienes se reparten el cotarro vascongado. Traigo la Constitución en la mano, escuchadme bien, jovenzuelos: en los tiempos de Tarradellas, que era un caballero de armas tomar, los catalanes estaban hambrientos de españolidad y no andaban por la vida convocando referendos de secesión.
El sociólogo Sergio Vilar recurría a Antonio Gramsci para explicar la deriva acomodaticia de la izquierda antifranquista, que terminó administrando con gusto los estamentos más reaccionarios del Estado y alejándose de las demandas sociales y de las bases militantes. Gramsci había detectado una doble ola de transformismo durante la conformación del Estado moderno en Italia. En primera instancia, las grandes personalidades de los partidos de la oposición democrática se sumaron a la clase política conservadora y comenzaron a repudiar toda intervención de las masas populares en los designios del Estado. Después, grupos enteros se adscribieron al campo moderado.
El abandono del marxismo en 1979 fue apenas un síntoma anecdótico de todo lo que estaba por llegar: la renuncia al derecho de autodeterminación, la cobertura entusiasta del orden monárquico, la reconversión industrial, las contrarreformas laborales, los mercenarios de pistola y fondos reservados, Intxaurrondo y las paladas de cal viva, la traición a las promesas contra la OTAN, el Tratado de Maastricht, el bombardeo de Belgrado, las escuchas del Cesid, la ley de la patada en la puerta y unas tramas de corrupción tan frondosas y mezquinas que todavía suscitan escalofríos. La nostalgia solo florece sobre el lecho fértil de la amnesia.
Hoy la derecha carpetovetónica aplaude a González con palmotadas de foca de acuario y le dedica portadas laudatorias en calidad de gurú plenipotenciario, héroe nacional, azote incansable de los nacionalismos aldeanos y la progresía. A cambio, muchos de sus propios compañeros de partido han empezado a verlo como un barón crepuscular sin voz ni voto, el enojoso detrito de una época infeliz a la que no merece la pena regresar. Otros chasquean la lengua y disimulan una risilla porque saben que González no se ha derechizado, sino que representa hoy lo que ha representado siempre, el retrato más fidedigno de un régimen político que nació enfermo de franquismo, demediado, tumefacto y con más caspa que el suelo del plató de “El Hormiguero”.