KEPA ARBIZU

Lorrie Moore, sobrevivir a la muerte

Solo alguien con sobrada seguridad en su persuasión narrativa, como la que demuestra la escritora estadounidense Lorrie Moore, es capaz de superponer épocas diferentes e historias de apariciones para trenzar una novela, “Si este no es mi hogar, no tengo un hogar” (Seix Barral, 2024), de tinte realista que comparte una naturaleza emocionante, trágica y divertida.

La escritora estadounidense Lorrie Moore.
La escritora estadounidense Lorrie Moore. (John FOLEY / OPALE / BRIDGEMAN IMAGES)

Con respecto al título escogido para la nueva obra de Lorrie Moore, la propia autora ha señalado su equivalencia, dado el compartido carácter desgarrado, con una canción de blues. Una simbología musical que si extendemos a buena parte de la historia -bajo ningún concepto lineal, ni temporal ni estilísticamente- que contiene, más se asemejaría todavía a una melancólica tonada de country, como aquellas expresadas por una de sus grandes voces, Hank Williams, donde, a pesar del casi siempre trágico desenlace de sus cuitas vitales, se regocijaba en la perdurabilidad de los sentimientos brotados a través de las relaciones amorosas, cualesquiera que fuera su condición.

Reconocida con todo merecimiento como una de las escritoras de relatos cortos más carismática y talentosa existente en la actualidad, galardón popular cosechado por obras tan perfectas como ‘‘Pájaros de América’’, con la que sembró su propia mitología en un cruce de caminos entre Raymond Carver, Ann Beattie, John Updike, Alice Munro o George Saunders, su participación en formatos más extensos ha sido continuada y susceptible de recoger múltiples halagos.

Una disciplina a la que regresa tras quince años de ausencia, desde la publicación de ‘‘Al pie de la escalera’’, con una novela que, del mismo modo que se circunscribe a su identificativo imaginario estilístico, celebra con mayor plenitud su habitual y bienvenida excentricidad a la hora de exponer sobre el escenario a unos personajes, siempre dotados del carisma suficiente como para ser amablemente acogidos por el lector, pero igualmente perfilados bajo esa fragilidad moral con que se exhibe la propia realidad de la existencia.

LOS MÚLTIPLES RELATOS DE UN LIBRO

La entrada en ‘‘Si este no es mi hogar, no tengo un hogar’’ se hace con un capítulo de prosa recargada y sensorial, herramienta que completa una ambientación establecida a mediados del siglo XIX a través de un relación epistolar entre la encargada de un local de huéspedes y su hermana.

Pasajes diseminados a lo largo de una narración central que nos sitúa, escoltada por ademanes formales más reconocibles, a las puertas de lo que sería la elección de Donald Trump. Un momento histórico nada casual, adjudicándole así el papel de descendiente directo de esa onerosa bandera confederada que todavía pervive entre las barras y estrellas, con el que facilitar trazar unas líneas en común entre dos planos cronológicos diferentes pero que terminarán convergiendo durante el desarrollo argumental.

Un encuentro que sirve para resaltar una de las tesis del libro, donde refleja el comportamiento humano, no tanto como un continuo evolutivo que supera etapas, sino como sucesión de historias que pueden alterar su colorido, escenografía e incluso acento pero que están llamadas a perpetuar ciertas constantes.

En ese eterno retorno conceptual que se plantea, Finn, irónico profesor de instituto rodeado de relaciones afectivas llamadas a desaparecer corporalmente, ya sea la de su hermano aquejado de una enfermedad terminal o una ex pareja incapaz de sobreponerse a la idea del suicidio, hace la función de correa de transmisión de una narración que pese a tener, o mejor dicho por tener, un marcado tono mortuorio encuentra en la ironía el antídoto necesario para apaciguar ese sentir funesto.

EL HUMOR CONTRA LA TRAGEDIA

Una acidez en el verbo esgrimido por los protagonistas, especialmente punzante en esas conversaciones cotidianas, pero inexcusables para poder soportar el dolor de la pérdida de los más cercanos, que tienen su principal decorado entre las paredes de un hospital convertido en la última estación vital.

El deporte, las elecciones presidenciales, los problemas laborales y, sobre todo, la determinación académica para hacer brotar un sentido critico frente a la verdad oficial (¿hay que aplicarlo también a la supuesta credibilidad otorgada al narrador?) son ingredientes que, bajo la pericia de la escritora neoyorquina, son capaces de conjugar a la perfección con el crepuscular sonido de los últimos instantes de la existencia.

Elementos en principio disonantes, pero de extensa tradición artística, el de la risa y el llanto, a los que se sumará la todavía más sorprendente reencarnación de Lily, la misma por la que todavía, pese al final de la relación, profesa un profundo enamoramiento el protagonista. Un cuerpo en descomposición que se asomará a esa arquetípica luz al final del túnel montada en un automóvil que atraviesa la Norteamérica más profunda mientras mantiene conversaciones que revelan las desavenencias, pero también el imperecedero cariño, que ha dibujado la crónica de esta pareja. Circunloquios que alternan lo surrealista, lo banal y lo trascendente para, a pesar de convertirse en un tramo a veces algo escurridizo y reiterativo, delinear el mapa de una relación sometida a la inestabilidad.

LA ETERNIDAD DE LOS SENTIMIENTOS

La estadounidense convoca en su última novela dispares elementos, a priori de un complicado encaje, pero donde todos finalmente están llamados a confluir en una común reflexión. Ni la alteración en los tiempos cronológicos donde transcurren sus dos tramas centrales, con su consiguiente y representativo lenguaje, ni por supuesto las identidades que ostentan cada uno de las personalidades expuestas, se sitúan fuera de un mismo campo de acción. Un meritorio ejercicio del que sale bien parada porque aunque, recuperando el símil musical, no estemos ante una narración que mantenga la perfecta entonación en todo momento, la voz de su autora contiene un registro de tal capacidad para diseccionar los avatares emocionales que escucharla sigue suponiendo un gozoso estremecimiento.

La prosa de Lorrie Moore, y su nuevo libro es un perfecto ejemplo de ello, ejerce en no pocas ocasiones como albergue para esos personajes de naturaleza apesadumbrada, una estancia que más allá de ofrecerles cobijo también les conmina a observarse de manera crítica. El plantel que recorre estas páginas deja una estela de aflicción consecuencia de su incapacidad para encontrar un sentido pleno a algo que probablemente no logre tenerlo nunca, como es la vida misma.

Sin embargo, ser enfrentado al propio relato que protagoniza pone de manifiesto que esa constante batalla por intentar encontrar su sitio ha germinado una serie de afectos y sentimientos imperecederos que son el verdadero significado de la existencia, una cualidad que también ostenta la autora estadounidense, siempre dispuesta a convertirse en empática -que no condescendiente- compañera de nuestro errático paso.