EDITORIALA
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Hay que hacer efectivo el «hecho diferencial vasco»

Los discursos, la escenificación y el propio resultado del congreso federal extraordinario del PSOE parece diseñado por los estrategas de Podemos. Si de casta le viene al galgo, el partido que liderará Pedro Sánchez no puede ser más parecido al que ha dirigido hasta ahora Alfredo Pérez Rubalcaba: autocomplaciente, incoherente, miedica, divido, nostálgico, sin iniciativa... Sus dirigentes no paran de mirar al retrovisor y a los vehículos de al lado, y en ese ejercicio se olvidan de hacer lo que deben hacer: dirigir. De tal modo que, a día de hoy -y se supone que hoy debía ser el día uno de una nueva era para ese partido- no parece que haya nadie al volante del partido creado por Pablo Iglesias Possé.

Los principales discursos de ayer se dirigieron a sus contrincantes a izquierda y derecha, y cuando se enfocaron a sus bases lo hicieron desde la debilidad. Cuando es tan evidente que dicha mutación en realidad no es más que puro maquillaje, incluso la mejora estética del cambio ha pasado de ser un valor a ser un lastre. La renovación generacional tampoco es tal cuando los perfiles de los nuevos son tan miméticos de los viejos. La obsesión por el control ahoga cualquier atisbo de creatividad y una disciplina mal entendida deviene en obediencia ciega. La sonrisa es puro rictus y resulta tan fingida, tan sobreactuada, que no trasmite ilusión sino un punto de histeria. En vez de un congreso político lo visto ayer parecía un curso de la semiótica del fracaso.

La culpa no es de Pedro Sánchez -aunque él tiene una terrible responsabilidad por prestarse a semejante papel-, sino de una estructura decrépita que ha hecho de la Transición española categoría ideológica, representando una y otra vez las mismas escenas de gatopardismo con nuevos actores pero cada vez con menos talento. Tal y como señalaba ayer mismo Alberto Pradilla, enviado especial en el congreso, «la crisis del régimen es, en gran medida, la crisis del PSOE».

Pero no solo. La revelación de que Jordi Pujol ha tenido durante más de tres décadas cuentas irregulares en el extranjero, dinero que ahora ha regularizado gracias a la amnistía fiscal promovida por el PP y apoyada por CiU -y por la amenaza de ser descubierto, no hay que olvidarlo-, supone otro duro golpe a esa imagen de transición modélica que han intentado dibujar los poderes del Estado español. Ese cambio de régimen ha sido un fiasco en lo político y en lo social, ha dejado como consecuencia unas estructuras carcomidas por la corrupción, unas instituciones instrumentales para los poderes fácticos tradicionales y para el nuevo establishment, pero sobre todo una falta absoluta de cultura democrática. La imagen más elocuente de esta degeneración es la clase política española.

Tampoco cabe pensar que esta degeneración de la política «profesional» sea patrimonio español. La dichosa Transición da unas características particulares a este caso, pero la mediocridad es un símbolo de los tiempos y la clase política de la mayoría de países es su estandarte. Con honrosas excepciones entre los dirigentes revolucionarios -no es casual que Pepe Mújica sea en estos momentos símbolo mundial de la honestidad, la dignidad y el valor de la Política con mayúsculas- y algún que otro exótico caso entre «liberales», el nivel de la clase política es tremebundo. Las crisis de Gaza y Ucrania son un buen ejemplo de la incapacidad para solucionar problemas, una de las funciones básicas de la política.

En todo caso, y volviendo al caso español, en teoría el PP debería estar exultante ante este escenario. Con una cómoda mayoría absoluta, con un coste mínimo por sus escándalos de corrupción y con una oposición triturada, el escenario podría parecer propicio para perpetuarse. Pero la realidad pinta diferente. Lo que está en cuestión no son partidos o políticos concretos, sino la clase política en su conjunto, la denominada casta. Y cada vez más lo que está en cuestión es el propio sistema, el régimen. Bienvenidos a Euskal Herria, cabría decir.

Hacer efectivo el «hecho diferencial»

Siendo todo esto cierto, en el otro lado de la barricada no hay margen para triunfalismos. Por su propia naturaleza la capacidad de resistencia del sistema es tremenda y las condiciones objetivas y subjetivas para un ruptura en el Estado distan mucho de ser óptimas.

Al régimen aún le quedan algunos cartuchos, de entre los cuáles el más evidente es la «gran-coalición». Sin duda eso sería la tumba definitiva del PSOE, pero en todo cálculo de cambio hay que contemplar ese escenario. Según se acerquen al precipicio, es más posible que este tipo de estructuras opten por terceras vías que por cambios radicales de dirección. El tiempo es aquí un factor determinante, y la aceleración de diversos procesos -el más evidente la sucesión en la Corona española-, indican el nerviosismo y la necesidad de establecer la alternativa desde el sistema, antes de que lo que se quiera cambiar sea el propio sistema. La gestión de los momentos políticos será determinante y los debates no pueden eternizarse. Siempre es mejor perder por no acertar que por no comparecer.

En este contexto no cabe seguir pensando que Euskal Herria es diferente. O cuando menos no basta con pensarlo. Es cierto que hasta el momento el PNV es el único partido protagonista de este periodo que no ha sido sacudido por estos escándalos, también que la exigencia de ruptura democrática tiene aquí una tradición política de décadas, representado en el frente amplio formado por EH Bildu. Pero o todo ello se hace efectivo o corre el riesgo de convertirse en leyenda. En eso también este es un momento histórico que la clase política vasca debe saber liderar.