El 51,1% de los catalanes votarían a favor de un Estado independiente si el día de mañana se celebrase un referéndum al respecto. Al menos eso es lo que se desprende del último barómetro del Centre d'Estudis d'Opinió (CEO) de la Generalitat, publicado el pasado 27 de junio. Siguiendo la línea ascendente de los últimos años, por primera vez los independentistas superarían de esta manera el 50% de la población, mientras que los que votarían directamente que no se quedarían en un exiguo 21,1%.
Pese a la inexactitud de la ciencia de la estadística, que el sentimiento independentista ha aumentado en el Principat es algo que raya la obviedad. Todos los analistas coinciden en señalar el punto de inflexión en un ya lejano 27 de junio de 2010, cuando el Tribunal Constitucional tumbó el Estatut. Dos semanas más tarde, un millón de personas inundaron las calles de Barcelona bajo el lema ‘Som una nació, nosaltres decidim’, en la manifestación más multitudinaria que se recuerda en la ciudad condal.
Fue un cambio de chip. Aquellos que creían en el encaje de una Catalunya dentro de un Estado español que garantizaría la singularidad del Principat se dieron de bruces contra un Tribunal que, alto y claro, sentenció que «la Constitución no conoce otra que la nación española». El expresident Jordi Pujol es el vivo ejemplo de este cambio.
No ha sido, por lo tanto, un giro impulsado por ningún partido político ni iniciativa concreta, sino un aprendizaje del grueso de la sociedad a base de negativas del Estado español, lo que explica el carácter transversal del independentismo catalán, en el que encontramos hasta votantes del PP, según la misma encuesta del CEO.
Este independentismo se ha visto reforzado por iniciativas de la sociedad civil como las consultas por la independencia nacidas en Arenys de Munt, o la Assemblea Nacional Catalana; pero sobre todo, se ha fortalecido gracias a la tozudez de un Estado incapaz de entender lo que ocurre en el Principat. El último ejemplo lo encontramos en la reciente sentencia del Tribunal Supremo en la que impone el castellano como lengua vehicular si hay alguna familia que así lo demanda.
La crisis económica no ha hecho sino reforzar el independentismo, que ha hecho del expolio fiscal una de sus banderas. En efecto, el tremendo déficit fiscal que sufre Catalunya respecto al Estado -en 2009 alcanzó la cifra de 16.409 millones de euros- ha llevado a muchos catalanes a la obvia conclusión de que en un Estado independiente les iría mucho mejor que en una España sumida en una profunda crisis.
Esto ha dado pie al crecimiento de un independentismo que se podría calificar de «económico», más enraizado en la desigualdad fiscal que en aspectos de identidad cultural y nacional. Esto ha sido hábilmente utilizado por CiU para alzar el pacto fiscal como demanda mayoritaria del país, algo que le sirve para desviar la atención de los durísimos recortes que el propio Govern ha puesto en marcha. Sin embargo, la prevista negativa del Estado a asumir un concierto económico no hará más que aumentar el independentismo, lo que obligará a CiU a abandonar su tradicional ambigüedad y definirse claramente, más allá de grandilocuentes declaraciones, a favor de la independencia o no.