Cuando el rio suena, agua lleva. Después de intensos rumores durante los últimos meses, la semana pasada se confirmó el diálogo entre el Gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), que firmaron un acuerdo para comenzar negociaciones bajo el auspicio de Cuba, Noruega, Venezuela y Chile. A la espera de lo que suceda con la otra guerrilla en activo –El Ejército de Liberación Nacional (ELN)–, que ya se ha mostrado dispuesta al diálogo, se abre la puerta a la solución del conflicto armado más antiguo de América.
Sin embargo, los retos y dificultades a superar no son pocos, a tenor de los precedentes marcados por los dos procesos de paz anteriores y por la oposición intransigente que ya ha mostrado el sector más ultra del país, encabezado por el expresidente Álvaro Uribe, que lleva meses atacando a su sucesor.
El acuerdo firmado entre Gobierno y FARC-EP, filtrado la semana pasada, es ambicioso y sienta las bases para una solución integral del conflicto. Los dos primeros puntos de la agenda de negociaciones entran de lleno en las dos grandes problemáticas de Colombia: el desarrollo agrario, en un país en el que todavía hoy en día el 0,45% de la población detenta el 62,6% de la tierra –verdadera raíz del conflicto–, y la participación política, en un Estado con una larga trayectoria de clientelismo político y una triste historia de persecución y genocidio de la disidencia.
Pero estos puntos también estaban en los fracasados procesos de principios de los 80 y en las conversaciones del Caguán, por lo que no son garantía de nada. A diferencia de su antecesor –representante de los grandes terratenientes y la oligarquía rural–, que basó su mandato en la mano dura contra la insurgencia, para el actual presidente, Juan Manuel Santos –representante de la oligarquía financiera y los grandes capitales–, el conflicto armado es un lastre para el desarrollo de una economía capitalista que abra Colombia –o sus recursos– al mundo.
Pero Santos se equivocaría en la búsqueda de la paz «expres» que sectores económicos del país reclaman. No es probable que las FARC-EP pasen por dicho aro. Tras 50 años en la selva colombiana, la prisa por conseguir el titular de la paz no es la máxima prioridad de la guerrilla. Además, pese a que es innegable que los duros golpes del Ejército a la cúpula de las FARC-EP durante los últimos años han debilitado la posición de la guerrilla, resulta igualmente obvio que la victoria militar sobre la insurgencia armada es imposible. Más después de que los millones y millones de dolares gastados por el Ejército colombiano y por EEUU en el Plan Colombia no hayan servido para tal fin.
Teniendo esto en cuenta, el conflicto con los estamentos más inamovibles del poder colombiano está servido, tal y como sucedió en el fracasado proceso del Caguán. Altos cargos del Ejército y terratenientes rurales se opondrán por todos sus medios a cualquier nuevo escenario; de hecho, ya lo están haciendo, con Uribe como principal vocero.
Pero aun superando las resistencias verbales de estos sectores, el Gobierno colombiano deberá resolver el problema de sus secuaces armados, los paramilitares, presentes hoy en día y de nuevas formas en gran parte del territorio, sobre todo en el norte. Que siete expresidentes del Senado, dos ex fiscales generales, un exvicepresidente y 139 congresistas o excongresistas, entre otros muchos cargos públicos, estén siendo investigados, juzgados y condenados por su vinculación con el paramilitarismo da buena muestra de hasta qué lejos ha llegado la influencia de estos grupos armados.
De hecho, el supuesto proceso de desmovilización puesto en marcha durante el mandato de Uribe no sirvió más que para descabezar algunas organizaciones como las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y dar pie al surgimiento y fortalecimiento de nuevos grupos como los Águilas Negras o los llamados «ejércitos anti-restitución de tierras».
Serán un escollo fundamental a la hora de solucionar el problema agrario, la situación de los más de 5 millones de desplazados y conseguir la normalización política, de la que podría surgir un movimiento similar a la que en los 80 supuso la Unión Patriótica (UP), nacida tras el proceso de negociación de las FARC-EP y el presidente Belisario Betancurt. Solo para hacernos una idea; tras los buenos resultados conseguidos por la UP en sus primeras elecciones, paramilitares y miembros de las fuerzas de seguridad del Estado mataron a dos candidatos presidenciales, ocho congresistas, 13 diputados, 11 alcaldes, 70 concejales y miles de militantes, en el que se podría considerar el mayor genocidio político de la historia.