Mi edición, cuidada aunque manoseada, es de 1982. De bolsillo, viajera desde aquel año colosal en la Universidad de periodismo en Leioa. Tiene un estudio introductorio que nunca he leído y 448 páginas de letra prieta y menuda que he devorado. Leí luego todos los demás, desde los fabulosos relatos iniciales hasta los últimos otoñales, grises. Busqué a García Márquez en reportajes y entrevistas, y hasta subí dos veces en bicicleta hasta Igaran, el caserío que el Urola baña más allá de Aizpurutxo, donde quizás, solo quizás, su abuela soñó con piedras gigantes, gitanos y una familia de un siglo para todos los siglos.
Siempre volví al compañero fiel, siempre vuelvo. No importa de dónde. García Márquez escribió como los dioses y vivirá cien vidas en la memoria y en los dedos que sueñan con una frase, perfecta o imperfecta, no importa, pero dulce como una sonrisa solo para dos, o afilada como un escalofrío. Como el que nos heló hoy.