Ya son más de 1.400 personas muertas, 6.000 heridas y más de 200.000 desplazadas en la Franja de Gaza desde que el Ejército israelí iniciara el pasado 8 de julio el ataque masivo por tierra, mar y aire denominado cínicamente ‘Margen protector’.
No es la primera vez que la cárcel al aire libre más grande del mundo es atacada por su vecino sionista, todas y cada una de las personas que hemos realizado el documental ‘La agenda setting’ –que NAIZ ofrece desde este viernes– lo sabemos muy bien. En pleno rodaje ya contábamos con imágenes de archivo de la operación ‘Plomo fundido’ de finales de 2008 que se saldó con 1.434 gazatíes muertos por los ataques, imágenes que Alberto Arce y Mohammad Rujailah nos cedieron y sin las cuales el documental habría sido imposible. Cuando estábamos finalizando el montaje, una nueva operación israelí, esta vez denominada ‘Pilar Defensivo’, dejó tan solo (perdón por el tan solo) 170 muertos y más de 1.200 personas heridas, y de ello solo pudimos hacer una referencia en el epílogo del documental.
Pero esta vez es diferente, comunicativamente hablando. Como ya ocurriera en los ataques de 2008 y 2012, las grandes empresas mediáticas y medios de (des)información apuestan por la equidistancia en su inmensa mayoría, una equidistancia que –atendiendo tan solo a los datos cuantitativos– se hace difícil de justificar y, en definitiva, los sitúa del lado del atacante.
Sin embargo, y a pesar de la línea editorial de muchos de estos medios, la presencia (abrumadora) y el trabajo (constante) de corresponsales en la Franja hace muy difícil creer esta vez en el discurso del Gobierno de Benjamin Netanyahu basado, como siempre, en la amenaza del «terrorismo» de Hamas. Y es difícil, sobre todo y especialmente, porque en esta ocasión las redes sociales, con Twitter a la cabeza, han jugado un papel fundamental en la difusión de información minuto a minuto, adelantando velozmente por la izquierda a los medios tradicionales, que se han quedado en el arcén con los intermitentes puestos.
Dejando a un lado la posibilidad real de manipulación y mentira como estrategia que también se da en las redes sociales, quiero hablar de los cientos de perfiles tuiteros que desde Gaza nos cuentan la dramática situación, nos hablan del último bombardeo, o ponen nombre y apellidos a muertos y heridos, humanizando las cifras.
De entre todos estos perfiles destacan cuatro grupos: periodistas extranjeros o locales que van mas allá de su cometido laboral y que, obviamente con mayor o menor implicación y más allá de su trabajo o tal vez por eso mismo, cuentan lo que sus medios suavizan o directamente no dicen.
Un segundo grupo lo conforman decenas de médicos y personal sanitario que viven en primera línea las consecuencias de la escabechina, y cuyo enfado avanza de forma directamente proporcional a la dureza de las imágenes que publican.
También está el grupo de los internacionalistas, personas solidarias con Palestina que hubieran estado ahí de todas formas y que estos días, entre tuit y tuit, se dedican a hacer de escudos humanos en hospitales y ambulancias, jugándose la vida.
Y, por supuesto, un cuarto grupo formado por gazatíes de a pie, sobretodo gente joven, muchos de los cuales llevan más de 20 días encerrados en sus casas esperando que las bombas les caigan encima. Uno de ellos tiene colocada una webcam en el balcón y comenta lo que ve mientras asistimos a los bombardeos en directo. En las noches más duras, el comentario «be inside, please» se repite una y otra vez en el chat de Umstream donde está abierta su cuenta de streaming. Tuiteras y tuiteros de todo pelaje y condición, de distintas creencias y profesiones, del norte o del sur, jóvenes y no tan jóvenes encerrados en esa ratonera humana y a quienes seguimos, en muchos casos sin importar el idioma, para ver realmente lo que está pasando.
Un niño que juega a ser periodista con una bolsa de basura como chaleco y un casco prestado, un rabino que pide a gritos la desaparición del Estado de Israel, bebés que nacen en medio de tanto horror, cientos de manifestaciones y protestas a lo largo y ancho del mundo en contra del genocidio, un médico gazatí que fotografía el cadáver de su propio hijo, el sonido constante de los drones, periodistas y responsables de la UNRWA que interrumpen su discurso y rompen a llorar ante las cámaras... la mayoría de las imágenes que estos días tenemos a la vista son difíciles, por decir algo suave: cadáveres amontonados en morgues donde ya no cabe nadie, cuerpos reventados en charcos de sangre, cabezas abiertas y extremidades unidas al cuerpo por hilillos de piel. De todas las edades, de ambos sexos. Hospitales y mezquitas en ruinas, una fábrica de galletas y otra de colchones bombardeadas, ambulancias destrozadas con paramédicos dentro.
Planeando sobre la información la disyuntiva deontológica de mostrar o no las consecuencias de las bombas y los disparos, pocas de estas imágenes hemos visto en la mayoría de periódicos, cadenas de televisión o de radio, a pesar de estar al alcance de cualquiera.
Ayer mismo se supo que varios medios de comunicación retiran a sus corresponsales en Gaza, dejando a «los de casa» seguir haciendo su trabajo a duras penas, sin apenas electricidad, con el casco y chaleco antibalas que como mucho evitarán cuatro cascotes porque la posibilidad de que alguna bala les derribe o un misil israelí les reviente no hay casco que lo pare, como ya ha pasado con los nueve periodistas muertos. Seguiremos «siguiendo» en Twitter a estas cuentas ya no tan anónimas que, al igual que los cadáveres, tienen nombres y apellidos pero que no citaremos aquí por miedo dejarnos a nadie fuera, y esperamos que sobrevivan a esta masacre a la que gobiernos y organismos mundiales dan la espalda.
Lo hemos visto y oído, y la percepción que tenemos al leerles –mensajes de despedida ante la amenaza de muerte, quejas porque la batería se agota mezcladas con datos actualizados, gritos de rabia, apelaciones a la decencia humana...– nos sitúan en otro plano de la comunicación: empatizamos porque la historia está contada por sus protagonistas, contada por quienes no tienen nada que perder ni responden a los intereses políticos y sobretodo económicos de los medios que cotizan en bolsa. Y porque, a pesar de las diferencias, podríamos ser cualquiera de nosotras viviendo esa pesadilla en el salón de nuestra casa.
Tal vez el periodismo pueda sacar algo positivo de todo esto y se pueda recuperar una profesión herida de muerte, demasiado amarilla, demasiado servilista, demasiado superficial y demasiado desviada de su objetivo original: vigilar al poderoso, recuperar el sentido positivo de la antigua definición de «cuarto poder» y ser la mosca cojonera del sistema en cualquiera de sus caras. Inshallah.