Las mujeres eyaculamos. Sí. Las mujeres tenemos próstata. Sí. Y lo hacemos a través de los fluidos producidos por las glándulas de Skene, equivalentes a la próstata masculina, y que se sitúan en la pared anterior de la vagina. El líquido puede ser expulsado hacia el exterior o hacia el interior. Que nadie piense que orina cada vez que tiene un orgasmo; no micciona, eyacula. O que reflexione si siente ganas de ir al baño justo después de haber mantenido relaciones sexuales. ¿Ocurre?
Diana J. Torres presenta en “Coño potens” un análisis sobre las funciones genitales (no solamente reproductivas), sexuales y placenteras de la mujer donde, además de echar por tierra algunas filosofías ligadas exclusivamente a la masculinidad (la eyaculación puede ser un ejemplo), elabora una crítica feminista contra el actual sistema patriarcal que ha «educado» a las mujeres a controlar su sexualidad y encasillarse en ciertos roles que salvaguardan la supremacía falocéntrica.
La exploración del cuerpo femenino o la propia conciencia sobre los órganos de cada uno son algunas de las claves que esta escritora, performer, activista y feminista madrileña plantea en su nuevo libro editado por Txalaparta. Un disparo contra la «capa protectora» que invisibiliza a la mujer, a su lucha y a su verdadero ser.
Mujeres eyaculando y con próstata. Para muchas, o para la mayoría –me incluyo en la lista–, esto podría sonar a chiste, broma o a una especie de locura. Pero no es así. Las mujeres podemos eyacular y también tenemos próstata.
En general, en las sociedades en que vivimos, todo aquello que pone en riesgo al sistema, que lo desequilibra, suele sonar a cosa poco seria o demencial. Es una eficaz estrategia de manipulación a la que nos tienen sometidxs para que creamos solo y exclusivamente en «las verdades» que nos cuentan desde el sistema educativo, la ciencia y la cultura. Por supuesto que tenemos próstata y por supuesto que esta es funcional.
Lo decía también Sócrates al hablar del «semen femenino».
En la antigüedad muchos autores nombraron así al líquido eyaculado por las mujeres. No fue hasta el siglo XV, cuando se inventó el microscopio y se confirmó que nuestros fluidos no intervenían en la reproducción, que nuestra eyaculación, nuestro «semen», fue completamente descartado de los textos.
Le planteo una pregunta que usted misma lanza en el libro: ¿Dónde queda en la cama el testimonio de nuestro placer?
Pues creo que también es cultural esa idea de que las mujeres no marcamos el territorio, del mismo modo que lo es la idea de que los hombres tengan que hacerlo para reafirmar su masculinidad (en realidad esto no responde más que a cuestiones de inseguridades y de propiedad). Yo creo que el testimonio de nuestro placer es nuestra alegría, más que una cosa que queda pegada a las sábanas. El estar feliz con la propia vida sexual. Yo no creo que exista forma más efectiva de empoderamiento que la de estar contentxs con nuestro cuerpo y su sexualidad, desde mi punto de vista esto es esencial para cualquier lucha antisistema, antipatriarcal.
En ese territorio, en el de la ignorancia generalizada, entra en juego el sistema patriarcal. ¿Con qué objetivo no se llama próstata o eyaculación a los órganos o las acciones que ocurren en el cuerpo de la mujer?
Creo que se trata de una combinatoria de motivos, principalmente relacionados con dos cuestiones: la justificación de dos únicos géneros (hombre y mujer) mediante razonamientos biológicos y las ideas sobre la sexualidad de los coños generadas para domesticarnos. La base del patriarcado es la existencia de hombres y mujeres, dos géneros muy bien definidos gracias a la religión católica en la antigüedad y a una ciencia que se comporta más como una mística del binarismo de género que como algo preciso y objetivo en la actualidad. Se nos dice que hay rasgos fisiológicos característicos de cada género (uno de ellos ha sido la eyaculación y la próstata, en teoría exclusivas de los hombres) pero no hay nada más degenerado que la realidad anatómica de los cuerpos. No somos tan diferentes, hormonas para arriba, hormonas para abajo, somos más o menos lo mismo.
Por otro lado, durante siglos se ha tratado de hacer más dócil nuestra sexualidad, que por supuesto era algo aterrador para quienes trataban de indagar en sus «misterios». Un coño, su mero funcionamiento, hace que cuestiones como el falocentrismo se vengan abajo. La histeria fue una de esas formas de domesticarnos desde la ciencia: en una cultura en la que las relaciones sexuales se limitaban a la penetración pene-vagina y en la que la religión impedía a las mujeres (bajo amenazas infernales) explorarse ellas mismas, una gran mayoría de mujeres eran histéricas. Muy curioso que el tratamiento de esa «enfermedad» estuviera basado en la estimulación clitoriana. Siempre fue mejor afirmar que algunas mujeres estaban a enfermas que cuestionar cosas tan sacrosantas como que el pene (y el hombre con él) no es el centro del universo.
Plantea un binarismo del género: ¿Por qué llamar corazón, hígado o riñón a los órganos que compartimos hombres y mujeres, y no compartir nombres para referirnos a los órganos sexuales?
Porque nuestros órganos sexuales han sido la clave para asignar los géneros al nacer y con ellos nuestros roles en las sociedades patriarcales. Es lo primero que una madre quiere saber cuando está embarazada, ¿no? Antes de si el bebé está sano quiere saber si es «niño» o «niña» porque eso es lo que constantemente la sociedad querrá saber y le preguntará. Es lo primero que nos hacen al nacer: abrirnos las piernas, ver qué tenemos ahí, comprobar que todo está dentro de los parámetros de la «normalidad», si encaja en esos parámetros es una niña (te ofrecerán ponerle pendientes, ropita rosa) o un niño (ahí irá su ropita azul), y si no encaja pues se realizarán intervenciones quirúrgicas variadas para ajustar su cuerpo (recomiendo echar un vistazo al drama de las personas intersexuales) a la rigidez binarista. Porque nada es más peligroso en un sistema basado en el poder de un género sobre otro que existan seres que no puedan «jugar» en sus dinámicas.
Asegura, además, que los órganos sexuales de hombres y mujeres no son tan diferentes; es más, que se asemejan bastante.
Sí, eso es. Sus dimensiones y posiciones cambian por cuestiones puramente hormonales. Hasta nuestros hipotéticos cromosomas de género dependen de las hormonas de la madre durante la gestación.
Un término que me llamó mucho la atención. «Mutilación genital primermundista». Aquí, en países occidentales y desarrollados, con profesionales de tez blanca, también se dan estos casos.
Por supuesto que se dan. La bomba atómica no fue inventada en medio de la sabana africana, la inventaron también unos señores de bata blanca. Digo esto básicamente porque desde la idea supremacista occidental somos muy propensxs a juzgar como «salvajes» las prácticas de otras culturas, y mientras estemos haciendo eso (básicamente ver la paja en el ojo ajeno) no seremos capaces de darnos cuenta de la cantidad de atrocidades que se cometen en nuestras ordenadas, limpias y evolucionadas sociedades de mierda, en nombre de la ciencia y el progreso. La medicina occidental tiene las manos manchadas de sangre: operaciones de desambiguación genital a bebés intersexuales, próstatas extirpadas en mujeres totalmente sanas alegando «incontinencia coital»...
El punto G, otro de los mitos sexuales que rondan en torno al cuerpo de una mujer. ¿Con qué objetivo se creó ese símbolo?
En realidad más que un símbolo es un eufemismo, es una forma de contar una verdad a medias con un nombre que se ajusta a las lógicas del mercado “femenino”. No es casual que algo así venga de Estados Unidos, son especialistas en este tipo de cosas: usar algo de modo comercial que también se comporta como dispositivo de control de la sexualidad.
Pone de relieve la importancia de «herir el corazón del sistema patriarcal» con venganzas gozosas o de someter a la sociedad a un proceso de exorcismo mental. ¿Cuáles son las soluciones que baraja para salir de este callejón?
Básicamente para herir ese corazón primero tenemos que entablar una batalla interna con nosotrxs mismxs para combatir lo que de ese sistema patriarcal habita en nosotrxs. Eso es quizás lo más complicado, renunciar a partes de nuestras identidades impuestas para poder dejar brotar algo más auténtico y por tanto más poderoso, más difícil de manipular.
También pone ejemplos prácticos e invita a las mujeres a autoexplorarse. ¿Conocemos lo suficiente nuestro cuerpo? ¿Nos da miedo conocernos demasiado?
No conocemos nuestro cuerpo porque desde siempre nos han enseñado que hay un grupo de personas (los médicos) que se dedican a eso, hemos delegado una responsabilidad importantísima en personas que no conocemos de nada y a las que damos nuestro voto de garantía solo porque nuestro sistema educativo y nuestra cultura nos ha dicho que así se ha de hacer. El desconocimiento del cuerpo, ese delegar responsabilidades, responde totalmente a las lógicas del capitalismo: una persona con una jornada laboral diaria de 8 o 10 horas sencillamente no tiene tiempo de preocuparse de esas cosas pero al mismo tiempo alguien tiene que mantenerla relativamente sana (aunque sea a base de fármacos que contaminan y fuerzan la máquina) pues ha de ser funcional. Más que miedo creo que nos da pereza. Nos han dicho que las cosas que han de interesarnos son otras.