Andoni LUBAKI

Un tapón de refugiados provoca el caos en el campo de Presevo

En una ciudad de menos de 20.000 habitantes son ya 12.000 los refugiados que se concentran para proseguir su camino hacia la frontera de Serbia con Croacia. Las personas, contenidas por vallas de metal, pasan horas y horas entre la basura desperdigada.

Entrar en la ciudad serbia de Presevo por su vía principal es imposible. Casi un kilómetro de cola de refugiados lo impide. Las autoridades cortaron el paso hace ya una semana a vehículos privados, incluso los que viven en la misma calle no pueden hacerlo. «La situación es caótica, Macedonia sigue mandando gente y más gente. Algunos se pelean entre ellos y cada vez son más habituales las avalanchas», asegura Israel Gálvez, español de 19 años y coordinador voluntario de Remar. Esta ONG tiene un proyecto para atender a las personas que entran en el campamento. «Se les da una bebida caliente y se les dirige a la fila de identificación para que luego puedan entrar en el campamento, donde pueden descansar hasta su salida hacia Sid, en la frontera de Serbia con Croacia» explica Israel.

Las consecuencias de la huelga de ferries que hubo en Grecia hace que se creen tapones. En un día pueden llegar hasta 7.000 personas y el campamento solo puede atender a 4.000 refugiados. «Sabemos aproximadamente la cantidad de gente que entra al recinto gracias a que contabilizamos los vasos con bebida caliente que les damos. No hay día que hayamos bajado de 3.000», señala Juan Carlos Gálvez, coordinador general de Remar en la zona y padre de Israel.

Voluntarios frente a la impotencia

El Gobierno local se ve impotente para hacer frente a una crisis de esta envergadura. Con la mayoría de sus funcionarios trabajando sobre el terreno ha tenido que coger voluntarios para limpiar la basura acumulada. A cambio se le da la oportunidad de avanzar en la fila y ahorrarse así largas colas de espera. Pero no dan abasto ni siquiera con decenas de voluntarios. El camión de la basura hace seis viajes durante el día a la zona y siempre sale repleto de desechos.

«Estamos teniendo suerte. No está lloviendo y la temperatura no es tan baja como en los años anteriores. Como llueva, esto se va a convertir en el caos absoluto. Se taponarán los desagües por la cantidad de basura que hay y la carretera se llenará de barro. No sé dónde meteremos a toda esta gente porque tampoco tenemos tiendas para resguardar a todos mientras entran», afirma Mikhail, joven policía serbio que vigila la entrada e intenta evitar las avalanchas que se suceden.

«Con algunos no puedes ser amable, intentan colarse. Sabemos que se están creando mafias entre ellos y pagan a mujeres para que vayan a buscar hombres a las filas de atrás con la excusa de que son sus maridos. Hay mujeres que las hemos pillado al menos cinco veces con cinco hombres diferentes, en todos los casos decían que eran su maridos. Pero les preguntamos la fecha de nacimiento y no tienen ni idea. Así les cogemos», explica Mikhail.

Un negocio

Los locales, la mayoría albano-kosovares, intentan hacer negocio. Venden las pertenencias que encuentran tras las sucesivas avalanchas. Incluso recogen las mantas donadas por el Alto comisionado para los refugiados de las Naciones Unidas (Acnur) y las venden con el pretexto de que más adelante, a la entrada del campamento de refugiados, no tendrán disponibles más. Otros venden sándwiches de patatas fritas a un precio desorbitado que puede ser de 2,5 euros (cuando el salario mensual medio en la zona ronda los 200 euros), ya que los refugiados no pueden abandonar las filas.

Si lo hacen corren el riesgo de separarse de sus familias y de que la Policía serbia, desbordada por la situación, los mande hacia atrás en la cola. «He perdido a mi familia, se que están más adelante, pero no se si han entrado ya. Salí para ir al baño y la Policía no me deja volver, es mi mujer la que tiene los papeles», se lamenta Mohamed, doctor sirio natural de Raqqa. Mohamed intenta negociar fuera de la fila con uno de los muchos taxis «piratas» que se prestan a llevarles a Belgrado por sesenta euros por persona, cuando un billete de autobús cuesta doce euros. «Si los encuentro me cogeré un taxi. Tengo un niño pequeño y no puedo estar esperando tanto tiempo y que me hagan esto si deseo utilizar el baño», sostiene.

«La situación puede ir a peor, hay una calma tensa que de vez en cuando estalla. La gente llega muy cansada», dice el alemán Stafan Corel, coordinador general del hospital de campaña levantado por Médicos Sin Fronteras (MSF) a pocos metros de la cola. «El invierno esta próximo y si no se agiliza el paso o se soluciona el taponamiento la cosa puede ir a peor. Estaríamos hablando de gente con hipotermia. La salubridad también nos preocupa. Como puedes observar, la basura y la comida en mal estado que no son capaces de comer en su tránsito se acumula en las calles. No recomendamos ni beber agua del grifo en la zona, porque no es 100% segura», añade Stafan.

«Pensamos instalar tiendas con calefacción en las próximas semanas. Estamos negociando nivelar el suelo y aislarlo antes de que llegue el frío. Pero no será suficiente viendo lo desbordado de la situación. Montaremos seis y les daremos ropa donada por particulares para que se abriguen. Algunos llegan solo con lo puesto», explica Juan Carlos Gálvez de Remar.