Desde el 13-N, asistimos en Europa a una reedición de la tradicional confrontación entre dos intentos de buscar una explicación a este tipo de hechos.
La primera línea de explicación trata de comprender, que no es lo mismo que justificar, las razones sociológicas que llevan a un grupo de jóvenes a atentar indiscriminadamente en ciudades en las que en muchos casos nacieron y el porqué de su alistamiento en movimientos milenaristas (apocalípticos) como el ISIS. El análisis incluye una contextualización política de la grave inestabilidad en Oriente Medio y destaca la evidente responsabilidad de Occidente en esa deriva.
Esta línea de interpretación es atribuible de un modo genérico a la izquierda. Si la hemos destacado como primera no es porque sea mayoritaria –las encuestas francesas de estos días apuntan precisamente lo contrario–, sino por su honestidad intelectual respecto a la interpretación de la derecha, que encuentra su verbalización contundente y desacomplejada en la extrema derecha.
Esta otra interpretación utiliza la conmoción tras los atentados para cargar contra la inmigración y contra el multiculturalismo. Su análisis va más allá y niega por principio que el islam pueda ser democrático –dentro de su visión reduccionista, cuando no torticera, de la democracia–. Abonada a la creciente islamofobia y defensora de la Europa blanca y cristiana, niega la responsabilidad de Occidente en el drama que vive Oriente Medio y apuesta por preservar a los regímenes tiránicos en aquella región para que mantengan a raya a sus «bárbaras» poblaciones. En definitiva, demagogia al servicio de la islamofobia.
El problema es que la interpretación de la izquierda peca del mismo prejuicio paternalista, aunque lo aplique desde otro ángulo, que exudan todos los análisis de la derecha. Por supuesto que no piensa que los árabes y los musulmanes en general sean humana e incluso moralmente inferiores, pero al poner un acento excesivo en la contextualización, da alas a su presentación como actores políticos –y en el caso de los yihadistas armados– no responsables de sus actos.
Comenzando por Europa, los análisis sociológicos y económicos –para los que utiliza la imprescindible herramienta del marxismo– de las banlieues y comunidades donde se criaron la mayoría de los autores de los últimos atentados destacan las condiciones objetivas que pueden llevarles a optar por convertirse en asesinos indiscriminados y mártires, pero obvian los elementos subjetivos, que los hay, y no menos importantes.
Y el de la integración en las respectivas sociedades no es el menor. Integración o discriminación que responde a causas objetivas pero que tiene un indudable componente subjetivo. Las percepciones juegan un papel crucial y muchos son los analistas que destacan el nihilismo como un factor importante para entender cómo un condenado por robos y posesión de drogas se convierte en unos meses en un iluminati.
Y no solo en Europa. Un reciente análisis vincula directamente el incremento del yihadismo con la corrupción rampante en las sociedades de Oriente Medio. Condenados a vivir en los márgenes mientras una élite se reparte las riquezas y reparte violencia contra sus poblaciones, la indignación lleva a muchos a abrazar la certidumbre rigorista que proponen movimientos fundamentalistas y, en su caso, abiertamente yihadistas. El caso afgano y el auge talibán no se explican sin tener en cuenta este factor.
Al hilo de lo anterior, el paternalismo de la que hemos bautizado como interpretación de la izquierda alcanza a las situaciones políticas en los países árabes. Todo lo que ocurre en dichos países es, antes o después, fruto de conspiraciones occidentales. Las revueltas de las llamadas primaveras árabes fueron, para algunos desde el inicio y para otros a posteriori, parte de un plan para dinamitar esos estados. Estos análisis confunden las consecuencias con las causas y destacan las evidentes instrumentalizaciones por parte de las potencias mundiales –por cierto, discriminan entre unas y otras al destacar solo las del Occidente geopolítico– sin caer en la cuenta de que estas no hacen sino aprovechar conflictos reales y estructurales para velar por sus respectivos intereses.
Otro tanto ocurre con la evidente islamización de las sociedades árabes. Esta interpretación responsabiliza casi en exclusiva a satrapías teocráticas como Arabia Saudí del auge del salafismo en el mundo árabe. Siendo sin duda en parte cierto –financian mezquitas e imanes que difunden su visión rigorista y ahistórica del islam–, no se puede obviar que el fenómeno es generalizado e intrínseco al mundo musulmán, y que tiene mucho que ver precisamente con el fracaso histórico de fenómenos políticos –también en buena parte importados, aunque esto se olvida– como el socialismo árabe.
Los pueblos árabes son, además de variados entre ellos y en el interior de cada uno de ellos, responsables muchas veces de sus propias decisiones, acertadas o erróneas. Las potencias, sobre todo las occidentales por su pasado colonial y por la criminal y errónea aventura militar en Irak, son corresponsables, sin duda. Pero esta corresponsabilidad no agota la cuestión, desgraciada –y afortunadamente– mucho más compleja que este tipo de análisis.
El problema de estos últimos no es solo –que ya es– que no aciertan a explicar, y a explicarse, lo que pasa en Oriente Medio. Lo peor es que, aunque no lo haga y no sea su intención, buena parte de la población los interioriza como una forma de exculpar atrocidades como la que sufrió París. Es como si se le dijera a un parisino que la culpa, como siempre, es del sistema. Terreno abonado para que cale el discurso demagógico de la derecha. El que utiliza el miedo como reclamo para justificar precisamente la prevalencia de ese mismo sistema.