Ramon SOLA

Del shaolín al profesor de música, cabe hacer algo más que espantarse

Hemos sabido antes la vida del verdugo que la de las dos víctimas, como si hubiera una extraña fascinación por ello.Y sin embargo, de haberla, la opción preventiva estaba más sobre ellas, está en corregir toda la desigualdad.

Realidades tan tremendas como esta muerte de Gasteiz abocan al periodista –o al representante político, o al activista social, o al simple peatón– a una reflexión: ¿Qué se puede hacer, desde la función social de cada uno, para que no vuelva a pasar, nunca? Porque si existe algo desesperantemente frustrante son la retórica y la práctica que se suceden después: comunicados mil veces repetidos (casi corta y pega), movilizaciones erráticas (¿contra qué? ¿contra quién?), artículos de prensa con mucho adjetivo y poco dato, horas de tele con más imágenes escabrosas que aporte informativo real, hipótesis en vez de certezas, conmociones por soluciones... ¿De verdad no hay más que hacer? ¿De verdad todo ese tejido social y político no da –no damos– más de sí? ¿Por dónde empezar a pensar y actuar?

El verdugo o la víctima. Una primera pregunta puede ser: ¿Sobre qué se puede incidir, dónde hay que poner el foco? Este caso ha confirmado otra vez la tentación de situar la lupa sobre el verdugo. La extraña –y repugnante– fascinación que pareció despertar aquel falso shaolín de Bilbo se repite ahora justo en el perfil contrario: el profesor de música sevillano en Gasteiz. En las 24 primeras horas del caso ya habíamos conocido casi todo sobre él, y ¿aportaba algo más que puro morbo?

En el caso de sus dos víctimas, sin embargo, hasta ayer por la mañana apenas se supo nada; ni si Gabriela y Alicia tenían más familia, ni dónde vivían, ni por qué habían subido al piso de la calle Libertad... ¿No interesaban sus circunstancias? Con una agravante: con los datos que había en la noche del martes, cuando el bebé falleció, existían bastantes posibilidades de que la madre y la hija sufrieran una situación de desprotección no muy diferente a la de Jenny Sofía Revollo y Ada Otuya, pura carne de cañón en el caso del shaolín. Apuntaban a ello elementos como la afirmación de que la joven había subido al piso del hombre, con su bebé, tras conocerlo el mismo día. Y pese a todo ello, la historia de Gabriela y su hija parecía ser menos relevante, ¿quizás porque eso sí apelaba a la conciencia de todos?

«Depredadores» y presas. A tenor de los hechos descritos, Daniel Montaño, como Juan Carlos Aguilar, es un sicópata de manual, con una vida normal y unas relaciones habituales que en un segundo ceden paso al monstruo que hiberna dentro. Solo los expertos en siquiatría pueden determinar si eso es detectable, corregible, evitable (al parecer no), y en ese caso si hay medidas políticas que tomar. La prisión permanente revisable aplicada a posteriori no solo no devolverá la vida a la pequeña Alicia, sino que seguramente tampoco evite casos así en el futuro.

En términos de prevención, es más factible actuar sobre las víctimas potenciales. Montaño ha sido presentado por algunos medios como «depredador sexual», una expresión muy amarillista pero que quizás se ajuste a la realidad. Y un depredador opta por presas fáciles. Fue muy evidente en el caso de Aguilar con Revollo y Otuya, o antes en el del hombre que mató a la joven Tatiele de Sousa en Iruñea, o en el del proxeneta que contrató a sicarios para acabar con Yamiled Giraldo en Cordobilla... No es el mismo caso, según supimos ayer, de Gabriela Peñaranda, que sí tiene un colchón familiar, un arraigo, un nivel de protección. Pero ciertamente la desigualdad con el agresor estaba ahí: desigualdad física, pero también socioeconómica (el vehículo, el piso, el trabajo... eran del hombre). Y ahí sí habría algo que hacer...

Informar, lo primero. Abordar cualquier problema requiere un diagnóstico, y para el diagnóstico hacen falta datos. La información rigurosa es la base imprescindible para construir soluciones, y de nuevo esta vez se ha impuesto la ceremonia de la confusión. No solo a la hora de etiquetar lo ocurrido (violencia machista o violencia contra menores), algo que en el fondo no es tan importante, sino en el propio relato de hechos: a efectos de intentar entender algo, no resulta indiferente que la víctima y el agresor se hubieran conocido ese día o antes, ni que el piso fuera de él o de ella, ni que la amistad se iniciara cara a cara o por los retorcidos laberintos de internet, ni que Gabriela y Alicia tuvieran vida nómada –como llegó a decir algún medio– o soporte familiar. Los periodistas sabemos bien que al llegar los juicios de estos casos –dos, tres, cinco años después– casi nada es lo que se contó al inicio. ¿Empezamos por ahí?