El portugués Duarte Nuno Vieira es señalado por muchos como el mejor forense del planeta. Juan Méndez, argentino, desempeña el cargo de Relator Especial contra la Tortura. Ambos trabajan en la ONU, por lo que tienen una perspectiva global. Bastaba estos días en Donostia ver el interés de sus caras y el modo de tomar apuntes para advertir el impacto de lo que han conocido. Primero a escala científica, con la revelación de 4.800 casos ya constatados (seguramente solo una mínima parte del total) y cuya credibilidad se certifica a la luz del Protocolo de Estambul: el 98% de los testimonios analizados son entre «consistentes» y «máximamente consistentes» y el 2% restante se recoge como «inconsistente» para tortura aunque «consistente con tratos inhumanos degradantes o con el uso de violencia excesiva durante el arresto». Y después, a escala humana: sencillamente, nadie que escuchara el miércoles lo que dijeron Enkarni Blanco con sus manos tapando la cara, a Axun Lasa con la voz temblorosa y a Miren Azkarate con una rabia contenida podría sostener que eso no pasó.
Seguramente por ello una mayoría de medios, representantes políticos, ciudadanos y ciudadanas de a pie... prefiere no mirar, no oír, no hablar. Los escándalos solo suelen ser digeribles a pequeña escala, y la dimensión de este es demasiado grande como para no interpelar a demasiada gente. La lacra de la tortura alcanza aquí a todo tipo de ámbitos geográficos, cuerpos policiales, gobiernos, legislaturas, incluso generaciones y un cambio de régimen. En los 53 años que abarca el estudio (1960-2013), muy pocas cosas serán las que no hayan cambiado, y sin embargo la tortura ha continuado siempre.
Lo que pasó el lunes en Donostia –aunque solo se trate de un adelanto y se presentara un día tan poco propicio para darle eco como el postelectoral y en un curso de verano– es una noticia histórica. Un escándalo que además no ha trascendido mediante una investigación periodística que aún deba ser probada, sino a través de un informe con el sello de una institución a la que el propio estudio salpica por los 311 casos cometidos por la Ertzaintza, por lo que no cabe achacarle ninguna intención aviesa.
Esas páginas –y los documentos, entrevistas en vídeo y fotografías que les seguirán cuando el trabajo esté completo– son el Informe Wuillaume que asumió oficialmente cómo París había torturado en Argelia en los años 50, son los testimonios del horror en el Estadio Nacional de Santiago de Chile en 1973 o en la ESMA y el Garaje Olimpo poco después en Argentina, son las imágenes de la absurda brutalidad en Abu Ghraib en 2003 y luego en Guantánamo. Son el abrupto final del negacionismo de la tortura en Euskal Herria.
Es sabido que todos estos casos tuvieron enorme impacto, no solo zonal sino mundial. Resulta necesario preguntarse por qué no ocurre otro tanto en Euskal Herria y la respuesta obviamente debe dividirse en tres niveles.
El primero es el estatal, como ente responsable del 92% de las torturas detectadas (Policía franquista, Guardia Civil, Policía española...). El secretario de Paz y Convivencia de Lakua, Jonan Fernández, ya ha adelantado que exigirán a Madrid una investigación similar a esta con carácter complementario. La apelación es coherente, pero la respuesta también resulta más que previsible. Hablamos de un Estado que 80 años después aún sigue obstaculizando recuperar los cadáveres enterrados en fosas y cunetas. Ese Estado no tiene ya un problema con la justicia o la reparación, lo tiene con algo mucho más básico: la verdad de su historia.
Que mientras Lakua certifica la realidad de la tortura un juez español sea perseguido por aludir a ella en Tolosa, o que al otro lado de las Malloas y Aralar se pueda detener a gente por pintar un mural que la denuncia, es puro esperpento. Ordenar arrestar a Jonan Fernández y Paco Etxeberria parece demasiado descabellado incluso para el ministro de Interior español, así que se puede apostar a que sencillamente el Estado cerrará una vez más los ojos, los oídos y la boca. No esperen que «la bolsa» o «la bañera» sean nunca debate público en España, como sí ocurre estos días en Estados Unidos con el waterboarding.
Bien, pero ¿por qué este estudio tampoco supone un escándalo internacional? ¿Acaso son indiferentes sus instituciones ante la tortura? No exactamente. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha condenado en estos seis últimos años ocho veces al Estado español por no investigar denuncias de torturas de ciudadanos vascos. Las recomendaciones del Comité para la Prevención de la Tortura del Consejo de Europa o las del Relator de la ONU son recurrentes y conocidas. Méndez y Duarte han estado en Donostia. Pero la esfera internacional no es distinta de la estatal o la local, todo depende de la relación de fuerzas que se establezca en cada momento. El Estado español es más débil que nunca en este terreno tras el cambio de escenario de 2011, pero sigue teniendo bastante más fuerza que cualquier entidad vasca, instituciones incluidas, entre otras cosas porque muchas veces para llegar a Bruselas o Nueva York hay que pasar por Madrid, por el filtro.
El ámbito mediático es quizás el mejor ejemplo; en Euskal Herria no hay corresponsales de grandes medios extranjeros, la práctica totalidad están en Madrid y desde allí este estudio queda demasiado lejos por muy relevante que sea la noticia y muy atrayente la historia que contar. ¿Era menos impactante la fotografía de Unai Romano que cualquiera de las de Abu Ghraib? Para nada. La diferencia seguramente fuera solo que alguien la llevó a la mesa de redacción adecuada y en el momento propicio.
Más incómodo aún resulta preguntarse por qué el informe de momento no ha cambiado nada en Euskal Herria. Miren Azkarate puso el dedo en la llaga con honestidad. La lacra de la tortura no es responsabilidad exclusiva, aunque sí principal y material, de los policías que aprietan «la bolsa» o de los responsables que lo ordenan o hacen la vista gorda. Más allá también de los jueces, fiscales o forenses que la han amparado, apuntó obviamente y con razón a los medios, pero también por ejemplo al sistema sanitario: esta víctima se preguntó cómo es posible que Osakidetza no tenga un sistema de atención específico ante una realidad tan extendida (cuando sí lo hay en Dinamarca). Y concluyó que en el fondo es la ciudadanía vasca en su globalidad la que no quiere ver demasiado esta realidad; le resulta incómoda, por no decir insoportable.
Enkarni Blanco deseó que el estudio sirva para acercar las dos orillas en que se divide esta sociedad. Y es que por un lado están quienes siempre han sabido –en muchos casos en carne propia– que la tortura existía, y que por ello mismo no han visto demasiado perentorio probarla y difundirla fuera. De ahí a convertirla en cuestión de mero consumo interno, pura munición para atacar a la otra parte, ha habido solo un paso, ejemplificable en que muy a menudo los relatos o las denuncias públicas se trasladaran solo en euskara cuando obviamente eran los euskaldunes quienes mejor sabían que todo eso estaba pasando. Y por otro lado se encuentran quienes, como suele diferenciar Etxeberria, «no se lo podían y no se lo querían creer»; una masa social a la que este estudio aboca a revisar su modo de ver un conflicto en el que la violencia de ETA ha sido solamente una parte del total.
Dicho esto, Argelia, Chile, Argentina o Irak no fueron solo escándalos mediáticos, tuvieron su repercusión política: sacaron a la calle a sus sociedades, movilizaron a su intelectualidad, pusieron en jaque a los responsables políticos de aquellas prácticas, obligaron a cambiar protocolos de detención e interrogatorio, precipitaron relevos en los gobiernos... En el caso vasco, este informe oficial no puede ser un punto final. Esta preocupación fue expresada por algunas víctimas en las jornadas de Donostia, con razones fundadas tras haber sufrido –sí, sufrido– la intervención del jefe de la Ertzaintza, Jorge Aldekoa.
Etxeberria aseguró que, al contrario, tiene que convertirse en un punto de partida. Lógicamente con ello el forense no hacía una afirmación política, solo quería remarcar que es el inicio del reconocimiento de la verdad. Pero desde el análisis político, no hay duda de que en contextos como este la verdad es lo más revolucionario, siempre que se emplee correctamente.
Volviendo a los tres ámbitos anteriores, el informe debería tener primero el efecto de poner al Estado español ante sus responsabilidades, y aquí aflora alguna duda obvia: por ejemplo, ahora que el PNV parece dispuesto a negociar con el PP la gobernabilidad estatal, ¿pondrá sobre la mesa la exigencia al Estado de un «suelo ético», no ya como reproche por un pasado tristemente irreparable sino como apelación a cerrar el conflicto de una vez, lo que a la luz de este informe debería interesar también a Madrid?
En la comunidad internacional, la constatación de la tortura masiva debería contribuir a un nuevo punto de vista respecto a la causa vasca, en parámetros al fin y al cabo similares a los expuestos en la Declaración de Aiete: el conflicto violento en este país no ha sido ni es una historia de buenos y malos, ni mucho menos un intento de genocidio (si acaso sería mutuo), sino la expresión extrema de un contencioso político que merece la pena resolver democráticamente, ahora que a la UE se le acumulan expedientes que se reabren una y otra vez (Escocia tras el Brexit, Catalunya).
¿Y qué consecuencias debería tener en Euskal Herria? Una vez más, aunque resulta sorprendente, son las víctimas las que dan la pista. Aunque desde algunos colectivos, sobre todo memorialistas, el foco se ponga en la exigencia de justicia penal, Enkarni Blanco, con todo su drama a cuestas, hizo hincapié en que «yo no necesito que nadie venga a ponerse de rodillas ni que me den dinero, pero sí me gustaría que se reconozca la verdad». Axun Lasa remarcó su experiencia en los encuentros de Glencree entre víctimas de los dos lados, caracterizadas por querer construir otro futuro. Y mientras tanto, la legislatura en Gasteiz va a acabar sin que en cuatro años se haya puesto en marcha una ponencia de paz...