La lista de definiciones y adjetivos sobre Pío Baroja se puede alargar hasta el infinito. Su personalidad presenta múltiples caras, muchas veces contradictorias entre sí. También sobre su obra se ha dicho de todo: desde las mayores loas por su fuerza y claridad, hasta críticas por su discutible nivel puramente literario. Pero lo que nadie discute es su conocimiento profundo del género humano, su habilidad para captar y retratar las miserias y las alegrías de los hombres y mujeres cuyas vidas noveló.
Existe una cita de uno de los grandes de la literatura en castellano, Antonio Machado, sobre Pío Baroja, fechada en 1899. Dice así: «Si en este momento entrase aquí un hombre con la misión de entregar un mensaje a quien tuviera el rostro más humano de todos los circunstantes, sin ninguna vacilación se lo daría a Baroja». Probablemente habría acuerdo con Machado entre todos los que conocieron al escritor donostiarra, fueran críticos o partidarios.
También habrá conformidad en que Baroja es uno de los autores más leidos por los vascos, aunque solo sea porque sus obras han sido de obligada lectura en nuestras escuelas de enseñanza media. ‘El árbol de la ciencia’, por ejemplo, se compró y leyó masivamente por los estudiantes vascos de los 60, 70, 80… del pasado siglo, y sigue siendo hoy en día el libro que «mandan» los profesores de Lengua y Literatura. Es, por cierto, uno de los traducidos al euskara, con el título ‘Jakintzaren arbola’, trabajo realizado por Josu Zabaleta.
Aunque a Baroja se le considera donostiarra, no en vano nació (1872) en la calle Okendo de la capital guipuzcoana, la saga familiar proviene por línea paterna de Araba, concretamente del pueblo del mismo nombre que mira a la sierra de Toloño. Fue su bisabuelo, Rafael Martínez de Baroja, quien dio el salto a Gipuzkoa, instalándose como farmacéutico en Oiartzun hacia 1800. Los padres de Pío Baroja fueron Serafin –ingeniero y amante de la cultura– y Carmen Nessi, de ascendencia italiana. Tuvo tres hermanos: Darío, muerto prematuramente, Ricardo, escritor y pintor, y Carmen, también escritora. Y sería precisamente el marido de Carmen, Rafael Caro, el principal editor de la prolífica obra de su cuñado Pío.
Eran una familia de tendencia liberal, amante de los libros y de la letra impresa en general. Barojas de distintas generaciones fundaron o imprimieron periódicos como ‘La Papeleta de Oyarzun’, ‘El liberal guipuzcoano’ o ‘El Urumea’, y publicaron en su imprenta libros como ‘Historia de la Revolución Francesa’, de Thiers.
De médico en Zestoa a panadero en Madrid
Sin embargo, el joven Pío optó por la medicina a la hora de elegir sus estudios universitarios, que realizó en Madrid y Valencia, ciudades en las que se iba estableciendo su familia, con un interludio de cinco años en Iruñea. Finalizada la carrera, obtuvo la plaza de médico en Zestoa, lo que le supuso retomar el contacto con Euskal Herria y hallar la inspiración para escribir su primer libro, ‘Vidas sombrías’. La experiencia como médico no debió de resultarle gratificante, pues apenas ejerció algo más de un año, tras lo cual volvió a Madrid, a regentar la panadería de una tía suya. Tampoco la tahona resultó ser lo suyo. Ya había publicado ‘Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox’ y con el principio del siglo XX ya estaba determinado a dedicarse en cuerpo y alma a la literatura.
Volvamos a esos cinco años en Iruñea. Dos episodios vividos en la capital navarra por el niño Pío marcarían su personalidad adulta. El primero fue –en 1885– la vivencia directa de la muerte, en la persona de un reo, Toribio Egia. Este hombre había sido condenado a la pena capital por haber matado a un sacerdote de Atondo, Manuel Martiarena, y a su sobrina, y era trasladado por las calles de Iruñea camino del patíbulo, cuando Pío se topó con el cortejo.
Según contaría el propio Baroja en ‘Familia, infancia y juventud’ (1944), «iba el reo en un carro vestido con una hopa amarilla con manchas rojas y un gorro redondo en la cabeza. Marchaba abrazado por varios curas, uno de los cuales le presentaba la cruz; el carro iba entre varias filas de disciplinantes con sus cirios amarillos en la mano. Cantaban éstos responsos mientras el verdugo caminaba a pie, detrás del carro, y tocaban a muerto las campanas de todas las iglesias de la ciudad. Luego, por la tarde, lleno de curiosidad, sabiendo que el agarrotado estaba todavía en el patíbulo, fui solo a verle, y estuve contemplándole (…) Al volver a casa no pude dormir por la impresión, y el recuerdo me duró largo tiempo». La ejecución de Egia fue probablemente la última que se vio en Iruñea. Baroja, en su ‘Canciones del suburbio’ (1944) publicó un texto titulado ‘El chico que ve pasar un condenado a muerte’.
Anticlerical
El segundo episodio marcó su carácter anticlerical, que mantuvo toda su vida. Un profesor, el cura Tirso Larequi, le debió de acogotar por hacer alguna gamberrada en la catedral. Años más tarde, en ‘Juventud e idolatría’, Pío escribiría «ese canónigo sanguíneo, gordo y fiero, que se lanza a acogotar a un chico de nueve años, es para mí el símbolo de la religión católica».
En cualquier caso, al cumplir la treintena Pío Baroja ya era un escritor reconocido, con obras como ‘La casa de Aizgorri’ o ‘El mayorazgo de Labraz’ en su haber, lo que le valió incluso un acto de homenaje en Madrid, con presencia entre otros de Galdós, Valle-Inclán o Azorín. Viajó mucho Baroja en esa época, con estancias en Londres, París, Suiza e Italia.
En 1911 comienza la redacción de ‘Memorias de un hombre de acción’, una obra en veintidós volúmenes –que finalizaría en 1935– inspirada en la vida de Eugenio de Aviraneta, un conspirador liberal de vida apasionante. Y sigue viajando, dando conferencias y publicando incansablemente con su cuñado editor, el ya citado Rafael Caro. Incluso llegó a hacer un cameo, pues en 1928 interpretó un pequeño papel en ‘Zalacain el aventurero’, película basada en su novela homónima.
La llegada de la República, en 1931, le dejó frío. No se casaba con nadie, como se deduce de estas palabras suyas: «Soy un liberal radical, individualista y anarquista. Primero, enemigo de la Iglesia. Después, enemigo del Estado. Mientras estos dos grandes poderes estén en lucha, partidario del Estado contra la Iglesia; el día que el Estado prepondere, enemigo del Estado». En vísperas de la guerra del 36 ingresó en la Real Academia Española de la Lengua, lo que no fue óbice para que se le reprochara frecuentemente un uso no del todo académico del castellano.
Episodio traumático
Recién estallada la guerra, nuevo episodio traumático en la vida de Pío. Había comprado en 1912 la casa Itzea, en Bera, y el comienzo de la sublevación le sorprendió residiendo en esta localidad. Un médico amigo suyo le animó cierto día a que se acercaran a Doneztebe, para ver pasar una columna de requetés y soldados que procedente de Iruñea marcharía a atacar Oiartzun. Así lo hicieron, con la mala fortuna de que uno de los carlistas le reconoció y señalándole dijo que «este viejo miserable ha insultado en sus libros a la religión y al tradicionalismo», a lo que sus camaradas añadieron: «Hay que matarlo». Los trasladaron a la cárcel, en los sótanos del Ayuntamiento, pero cuando ya se preparaban para lo peor un mando de los sublevados ordenó que los pusieran en libertad. Pocas horas más tarde, presa del pánico, atravesó la muga en dirección a Ipar Euskal Herria. De allí marchó a París, pero cuando estalló la II Guerra Mundial tampoco se sintió seguro en la capital francesa e intentó marchar a América, pero lo cierto es que en 1940 había vuelto a instalarse en su casa de Itzea.
Polémica con Resurrección María de Azkue
En esos tiempos confusos y peligrosos se registra un episodio ciertamente oscuro en la biografía del escritor donostiarra. En materia ideológica, era sabido ya veinte años atrás que Baroja no simpatizaba con el naciente abertzalismo, como prueba la polémica que mantuvo con Resurrección María de Azkue a raíz de un discurso pronunciado por Pío en Bilbao en 1917, en el que afirmó que «en Bilbao, como en todo el País Vasco, echan más chispas las chimeneas que el espíritu de los hombres». Azkue le contestó en el periódico nacionalista ‘Euzkadi’ y Baroja replicó que «puede uno, como me pasa a mí, no leer ‘Euzkadi’ ni tener el menor aprecio por ese periódico y ser vascongado y estar tranquilo con serlo…».
Pero en otros aspectos su ideología era mucho más reaccionaria, y apuntes sobre la misma iban apareciendo aquí y allá diseminados en sus obras. Justo en 1938, en medio del convulso periodo de la guerra que le había obligado al exilio, vio la luz, en Valladolid y de la mano de la editorial Reconquista, su libro ‘Comunistas, judíos y demás ralea’. Nunca estuvo claro si la obra, un conjunto de pasajes escogidos extraidos de sus obras que en conjunto reflejaba una ideología plenamente asumible por el bando franquista, fue idea del propio Baroja, del escritor falangista Ernesto Giménez Caballero –recopilador material de los fragmentos– o del editor José Ruiz Castillo. Lo cierto es que el escritor vasco nunca desmintió la autoría de tan detestable obra, y resulta razonable pensar que su publicación pudo facilitar su rápida vuelta al Estado español.
A partir de 1940, Pío, un hombre ya de 68 años de edad, se dedica mayormente a escribir sus memorias, bajo el título ‘Desde la última vuelta del camino’ (1944-1949). Su vida social en Madrid se limita a tratar a amigos como Ortega y Gasset, el doctor Marañon, Azorín, o su sobrino Julio Caro Baroja, que desde niño ha mantenido una gran relación con su tío y se convertirá posteriormente en el gran especialista de la vida y obra de Pío Baroja Nessi, que morirá en Madrid el 30 de octubre de 1956, pocos días después de recibir la visita de otro escritor célebre, Ernest Hemingway.
«Gaur il da»
Félix Maraña, otro apasionado del autodenominado «poeta aldeano, poeta humilde, de un humilde país, del país del Bidasoa», escribió en su libro ‘Baroja nuestro’ (1996) que «la leyenda, alentada en buena medida por quienes nunca perdonaron a Baroja la irreprochable actitud independiente de sus juicios, ha retratado al novelista como hombre huraño o triste, antisocial y malhumorado, cuando la experiencia parece documentar todo lo contrario. Así, junto a la ternura y la poesía que explican buena parte de su vida y obra, está su sentido del humor y una actitud bastante más vitalista de la que se pueda suponer en un lector apasionado de la filosofía de Schopenhauer».
Y por Maraña conocemos asimismo una anécdota registrada a la muerte del autor de ‘La leyenda de Jaun de Alzate’, ‘La busca’, ‘Los pilotos de altura’, ‘La estrella del capitán Chimista’ o ‘El cabo de las tormentas’, por citar solo un puñado. Cuando Pío exhaló su último suspiro, su sobrino Julio Caro envió a su hermano Pío, a México, un telegrama de solo tres palabras: «Gaur il da». En euskara.