Beñat ZALDUA

Un rey destronado siempre añora el palacio

Insignia de la Generalitat en la solapa, cabeza alta, mentón encajado y brazo en alto con los cuatro dedos de la senyera al aire. Artur Mas salió el lunes de su otrora casa, el Palau de la Generalitat, a darse un baño de masas de los de antaño, de los que acostumbraba cuando estaba al frente del proceso. Con todos los matices y sin quitar gravedad a un juicio político escandaloso, Mas fue el pasado lunes un acusado feliz.

Llevaba un año esperando la cita. Un año de dura travesía por el desierto, alejado de la moqueta propia de los despachos institucionales, con un partido –CDC– imposible de enterrar a causa de la mochila de la corrupción y otro –PDECat– que no acaba de salir del huevo. Pero errará quien dé por muerto a Mas por inanición en plena travesía. El expresident se curtió en los desiertos políticos durante los dos tripartitos –en los que no pudo gobernar pese a haber ganado las elecciones– y sabe sacar todo el jugo a los oasis que se encuentra por el camino. El juicio de esta semana es uno de ellos.

Porque Mas, repasada la trayectoria de los últimos años con una mínima frialdad, es ante todo un superviviente. Con fama de tecnócrata poco interesado en la política –algo que posteriormente la realidad ha desmentido–, recuperó la ansiada Generalitat para CDC en 2010, de la mano del PP de Alicia Sánchez Camacho. (Nola aldatzen diren gauzak, camarada). El autodenominado «Govern dels millors» quedó retratado pronto como uno de los ejecutivos catalanes más lesivos para la ciudadanía. Fue un alumno aventajado de las recetas alemanas de austeridad y reprimió la protesta social «hasta donde permite la ley y un poco más allá». Gloriosa frase de Felip Puig, conseller de Interior de infausto recuerdo.

Pero de fondo se movía una corriente cuya magnitud nadie en los partidos políticos fue capaz de anticipar. En ni uno. Consecuencia directa del «no» al Estatut, bien engrasado tras las centenares de consultas municipales por la independencia, y con una Assemblea Nacional Catalana recién constituida, el movimiento soberanista de base irrumpió en la Diada de 2012 con una fuerza que dejó anonadados a propios y extraños. La ola venía con mar de fondo y Mas, después de tratar en vano de redirigirla hacia el pacto fiscal, optó por surfearla. Conveniencia o convencimiento, o ambas. El hecho es que acertó.

Convocó elecciones y pese a perder 12 diputados mantuvo un liderazgo que ya venía a la baja, con el partido perseguido por múltiples casos de corrupción; reales e inventados, que de todo hay en las cloacas del Estado. Esta segunda legislatura, con ERC de socio, fue una clase magistral de cómo hacer equilibrios entre el interés partidista y el proyecto de país.

Una doble lectura

No son pocos los que han acusado a Mas de haber calculado milimétricamente cada paso del proceso soberanista en beneficio propio. Y puede que así sea. De hecho, hay dos decisiones polémicas que marcan el devenir del proceso de forma negativa: la primera es no convocar elecciones tras el 9N, cuando la movilización independentista estaba en su punto álgido –se escudó en la negativa de ERC a compartir lista unitaria–. La segunda es insistir en la lista unitaria para el 27S, cuando los resultados de Junts pel Sí, pese a ser espectaculares, no alcanzaron la mayoría prevista

Del mismo modo, es difícil pensar que el proceso hubiese llegado hasta donde ha llegado sin Convergència y sin una figura como la de Mas, capaz de arrastrar consigo a la clase media y al pequeño y mediano empresariado. Si se acepta, en nombre del principio de realidad, que la independencia no es una revolución social, sino un proyecto de país transversal, la suma de estos sectores aparece como algo fundamental que difícilmente hubiese llegado exclusivamente de la mano de la CUP o de ERC.

Sería absurdo especular sobre cuál sería el desarrollo del proceso si Mas siguiese siendo president. Tras los complejos resultados del 27S, la CUP se negó a darle los votos suficientes para investirlo, en el que sin duda es el episodio más agónico del proceso. El expresident lleva meses esperando la revancha, y en cada aparición pública ha dado rienda suelta a la rabia acumulada hacia los cuperos por el agravio. Puede resultar humanamente comprensible, pues el veto de diez diputados –con todo su derecho, por otra parte– se impuso al voto de 62 parlamentarios, pero deberá medir; el rencor no cotiza en el mercado de la política.

Capitalizar el juicio

El juicio del 9N le ofrece ahora la ocasión de acumular nuevo capital político y relanzar su carrera después de un annus horribilis, en el que a su expulsión forzada de la Generalitat hay que sumar la accidentada puesta en marcha del nuevo Partit Demócrata Europeu Català (PDECat). Por no ser, ni el nombre ha sido como se esperaba que fuese. El nacionalismo conservador catalán, que según más de uno maneja a su antojo el proceso, vive orgánica y electoralmente sus momentos más bajos desde el fin del franquismo. Incapaz de generar nuevos liderazgos, se mantiene en pie por la presidencia de Puigdemont –elección personal de Mas– que ha dado la talla mejor de lo previsto. Dada su negativa a repetir como candidato, Mas se mantiene como principal asidero, el único capaz de detener las batallas intestinas.

Así, resulta algo más comprensible el dilema afrontado ayer por el expresident: asumir toda la responsabilidad –tal y como lo acabó haciendo, solo al final de su declaración– puede llevarle a la inhabilitación, mientras que renegar del 9N y eludir cualquier responsabilidad minimiza la capitalización del juicio en términos políticos. Dicho fácil, la anhelada figura del mártir necesita la inhabilitación, pero su ambición política le recomienda evitarla. El entuerto será resuelto en breve por la fuerza del mazo judicial español, que con una inhabilitación de hasta diez años para el expresident podría, paradojas de la ceguera española, volver a alinear los intereses personales de Mas y los del independentismo, pues el primero solo podría volver a ser candidato en una República catalana.