Se acabó lo que se daba. El juicio al 9N quedó ayer visto para sentencia tras una semana en la que el proceso judicial apenas ha podido mantener la atención mediática, que se limitó prácticamente a las espectaculares imágenes del lunes, cuando los tres acusados llegaron a los juzgados escoltados por miles de personas. Solo ayer volvieron las cámaras a la Audiencia de Barcelona, para escuchar las últimas palabras de Mas y del fiscal, que sorprendió con un alegato jurídico-político de casi dos horas y media. No debe estar la autoestima democrática del Estado muy alta cuando el fiscal tuvo que dedicar buena parte de su intervención final a justificar que estamos, por lo visto, ante un juicio democrático.
En cualquier caso, los extremos jurídicos y técnicos del proceso han pasado de puntillas por el panorama mediático, tanto español como catalán. Era la imagen la que valía, la que buscaban unos y otros, y la que nos pone a mirar hacia adelante: la imagen de un president de la Generalitat sentado ante el banquillo. La imagen excita por igual a ambos lados del contencioso catalán. En el Estado esperan que el juicio, y una eventual sentencia condenatoria, servirá a modo de advertencia por lo que pueda venir, mientras que para el independentismo, la inhabilitación no es sino la prueba definitiva del carácter antidemocrático del Estado español. Una inhabilitación habilitaría así a las instituciones catalanas a tomar la vía directa del referéndum vinculante unilateral.
Los próximos meses decantarán la balanza. Más pronto que tarde, porque tras el «sí» de la CUP a los presupuestos y el juicio al 9N, el proceso catalán está a punto de tomar una velocidad vertiginosa. De hecho, está por ver si la fecha del referéndum se mantiene para setiembre, pues una escalada represiva por parte del Estado –en especial en los casos contra Carme Forcadell y la Mesa del Parlament– podría precipitar los acontecimientos.
De lo que ya no dudan ni los más críticos con el proceso y el procesismo es que este año ocurrirán cosas. Por pura necesidad vital. El cansancio acumulado se deja notar ya en numerosos ámbitos, y cierto aburrimiento con todo lo relacionado con el proceso es palpable en la calle. Lo cual no quiere decir que haya bajado el apoyo a la independencia. Conviene no confundir tocino y velocidad. Simplemente hay ganas de votar, esta vez sí, definitivamente, y pasar a otra cosa, que no solo de independencia viven los catalanes.
¿Pero será una votación definitiva? Quién sabe. Los partidos independentistas lo está fiando todo a un referéndum con todas las de la ley, pero fuera de la legalidad (española). No será fácil. Sobre todo si la esperada respuesta del Estado español es un poco menos desproporcionada de lo previsto. Es decir, si no envía a la Guardia Civil a por las urnas sino que se dedica, a través del artículo 155 de la Constitución –sin suspender la autonomía– a dar órdenes a funcio- narios concretos, de forma que el acto desobediente no recaería ya sobre cargos políticos, sino sobre funcionarios rasos.
El fantasma del 9N –ya tiene personaje propio en el programa satírico de TV3 “Polónia”– sobrevolará la actualidad catalana en los próximos meses de forma irremediable. Son tres los principales elementos que deberían diferenciar la cita de este año de la juzgada esta semana en la Audiencia: la pregunta única y diáfana sobre la independencia, la existencia de un censo electoral que permita poner porcentajes a los resultados globales, y el compromiso de aplicar los resultados que arrojen las urnas. Y pese a ello, con el boicot de la mayoría del «no» a la independencia casi asegurado a día de hoy, la única manera de ahuyentar el fantasma será superar los números del 9N. Es decir, serán los catalanes, a fin de cuentas, los que convertirán la cita en definitiva o no.