Mertxe Aizpurua | Udate

Arqueología veraniega. 10 recuerdos nostálgicos

Rememoran aquellos veranos de la infancia, marcaron a la generación del baby boom y algunos desaparecieron de la vista, pero todos son recuerdos que forman parte de la nostalgia veraniega. Probablemente, te reconocerás en más de uno.

1 Las sandalias de plástico

Eran lo más incómodo que podías calzarte. Un martirio. Feas como ellas solas –sobre todo las de color carne, las transparentes aún tenían un pase–, y tan inadaptables al pie como un guante a un erizo. Daban entrada libre a todas las piedritas que se cruzaran en el camino pero, con mucho, su lado más desagradable se percibía al salir del agua o en los días de sudores acalorados. Era entonces cuando el pie se deslizaba en una dirección, la sandalia iba exactamente a la contraria y la fricción de este movimiento desparejado se tornaba insufrible. A pesar de todo, eran el salvoconducto para uno de los placeres veraniegos por excelencia de la infancia: chapotear, bañarse y caminar sobre las piedras de los ríos y arroyos, a escondidas entre sombras de árboles y el brillo del sol. En defensa de las que hoy se conocen como «cangrejeras» hay que reconocer que, sumergidas en el agua, se adaptaban tan bien al líquido elemento que llegaba el momento en el que te olvidabas de ellas. En la playa tenían todas las desventajas anteriores, pero eran perfectas para liberarse de la arena sin tener que descalzarse. Objeto mítico de aquellos veranos de los 60 a los 80, las sandalias han evolucionado en el material y, en versiones más cómodas, están ahora en los escaparates de moda.

2 La fiambrera Magefesa

Todo un símbolo de practicidad. La firma Magefesa supo darle el toque de distinción que necesitaba la fiambrera de toda la vida y lo hizo, sobre todo, utilizando el color metalizado. Se montaba todo en una pieza y aunque entonces no se sabía qué significaba "cool", abrir esa fiambrera de tonos irisados –rojizo, oro viejo, metal y azul cobalto– al borde del mar, en la playa o en las salidas al monte, lo era. El compartimento del fondo, el más hondo, era perfecto para colocar un par de tortillas de patata con pimientos verdes; sobre el plato separador, los filetes empanados. Había tres platos más en el juego, lo que convertía la fiambrera en una vajilla completa para un menú debajo de los árboles para cinco personas. Aunque luego se impuso el reino del plástico y llegaron los "tuppers" americanos, no había dominguero que no tuviera una. En el aspecto práctico, no le ganaba nada. Eso sí, el sabor a aluminio lo dejamos para otro apartado.

3 El balón Nivea

Icono del verano por excelencia, para muchos fue el primer balón de playa. Y algunos recordarán que llegaban desde los aviones que sobrevolaban los arenales vascos y lanzaban sus paquetes inflables sobre el gentío. Hubo un momento en el que todo quisqui tenía uno, incluso quienes nunca habían pisado la playa. Convertido en símbolo adelantado del merchadising masivo para la venta de un producto, tenía el don de la omnipresencia, tanto como la lata de Nivea azul que no faltaba en ninguna casa, casi siempre colocada junto a la caja de aspirinas y el inevitable bote de alcohol para retirar los restos de galipot –ahora le llamaríamos chapapote– que se pegaba a la planta de los pies. Tuviera la crema funciones sanadoras o no, la historia del balón azul pertenece a la esfera de los recuerdos con sabor a salitre que ayudaban al disfrute y al sano ejercicio. Sobre todo cuando se levantaba un poco de brisa y la pelota de marras se alejaba a una rapidez vertiginosa.

4 La tienda canadiense

Las salidas de camping con la cuadrilla eran lo más parecido a la planificación de un combate. Era costumbre que la tienda de campaña –tipo canadiense, de lona azul, para 8 personas y más de 20 kilos de peso– se comprara a escote entre una decena de miembros del grupo y luego cobijara en su interior a más de quince. Eran caras, muy caras. Probablemente, la primera (y última) gran adquisición comunitaria de la cuadrilla. Los más robustos porteaban la carga y quien demostraba mayor capacidad de visión espacial dirigía la operación de montaje. La cosa se las traía. Alisar el terreno, orientar correctamente la tienda, unir dos o tres decenas de tubos y no confundirse entre los verticales y los horizontales, introducir las clavijas, entrar dentro, sostener la tienda, tensar, colocar los tubillones desde el exterior para separar la tienda del doble techo, clavar con el martillo las clavijas y rezar para que no tocara piedra, colocar perfectamente el doble techo dejando el hueco necesario para que, en el caso de que lloviera (siempre llovía) no mojara la tela interior… Una ardua tarea la de montar la canadiense. Y todo para que, sin remedio, la guitarra, las botas y los calcetines que quedaban en el hueco se mojaran siempre. Eso, si la tienda no se caía a mitad de campamento.

5 Los gorros ye-ye

Es de agradecer que aquellos horripilantes gorros de goma para el baño de las mujeres se hayan desterrado de las playas. Se pusieron de moda de tal forma que más que moda era un imperativo. Sin comprenderse muy bien el porqué, la decisión de que las niñas no se mojaran el pelo era algo que venía impuesto por la costumbre, aunque nadie supiera descifrar el misterio. Se trataba de una especie de casquete de goma para la cabeza de una goma nada elástica que apretaba las sienes, estiraba el pelo y dolía al colocarla y al retirarla. En los modelos más absurdos estaba decorada con relieves de floripondios, anémonas, estrellas de mar y otros elementos extraños que, junto con los brillantes colores amarillos, verdes o rosas en que se fabricaban, espeluznaban de una forma inenarrable. Nadie que soportó el tocado sobre su cabeza optaría ahora por ponerlo de moda, pero también en esto la vida es totalmente incoherente. Parece que vuelven.

6 Los bañadores extensibles

¡Ay…el tejido de aquellos bañadores! Nada que ver con los actuales. Ahora hay materiales que transpiran, impermeabilizan y hasta repelen el agua. Deben ser hidrofóbicos. Los de antes –como el de esta foto, en el flysh de Zumaia (entonces era la zona de rocas) –, en lugar de repelerla, se cargaban de agua y… arena. Una arena que se amontonaba en la entrepierna y alargaba la prenda ilimitadamente. Tardaban días en secarse y, gracias al efecto tensor del peso de las moléculas acuosas, iban cediendo y cediendo paulatinamente. Tanto que el bañador crecía a medida que uno crecía, lo que suponía transitar varios veranos con la misma prenda de patrón desestructurado y línea fluida como la que más. No entramos en el extraño mundo de los estampados de aquellos bañadores, que merecería todo un capítulo. Especialmente los femeninos. En mi memoria guardo uno de flores que te hacía sentir como una estúpida amapola entre trigales verdes.

7 La obligada siesta

Quien más quien menos encontrará sus primeras experiencias de insomnio en aquellas siestas forzadas en las que toda la familia se retiraba a descansar. Tradición casi religiosa, de obligado cumplimiento, a pesar de que ya entonces se sabía que una experiencia obligada nunca puede ser placentera. El silencio imperaba en las calles: no había gritos ni carreras, ni juegos de indios y vaqueros, ni se cambiaban a voces las canicas, ni se oía el canturreo de los juegos de tabas. En realidad, era el momento de descanso para los progenitores, que sabían que en ese lapso de tiempo ninguno de sus descendientes iba a subirse al árbol más alto ni ascendería un grado más en el arte de darse batacazos con la bici. Para la chavalería representaba el aburrimiento infinito de dos horas largas de unas siestas tan desproporcionadas como aborrecidas. Para evitar tentaciones, se escondían a conciencia hasta los tebeos y el único entretenimiento en aquellos ratos de penumbra y sol colándose por las ranuras de las persianas era inventar sombras chinescas en las paredes de la habitación.

8 El cambiador de playa

Movimientos gimnásticos dentro de un saco de tela que se pegaba a la piel. Eso era el cambiador de playa que tapaba el cuerpo para proceder discretamente al cambio del bañador por la ropa interior. Lo de discretamente es un decir, porque aquellos cambiadores que se ajustaban al cuello con una goma y se abrían como cortinas hasta el suelo, instintivamente concitaban las miradas de toda la playa para observar el baile de brazos y piernas a modo de espectáculo íntimo a la vista de toda la concurrencia. En cualquier caso, era mejor que tener a media familia sosteniendo las pudorosas toallas a tu alrededor.

9 Las dos horas de digestión

¿Y quién no recuerda a los progenitores obligándonos a hacer dos horas y hasta tres de digestión antes de entrar al agua? Una desesperante sensación de tiempo perdido, y eso que ignorábamos que estábamos bajo la prohibición de un mito falso. Esperar a hacer la digestión era la tortura de todos los días si estábamos cerca de una piscina, un río o una playa. Claro que entonces los más pequeños no disponían de relojes, y el suplicio, finalmente, se compartía y se hacía extensivo a los adultos, hartos y exhaustos por tener que responder cada tres minutos a la misma pregunta: ¿cuánto falta? ¡Horas y horas de disfrute perdido con la tontería!

10 El olor del heno y el membrillo

Dicen que el aroma desata la memoria. El de la hierba recién cortada marcaba el inicio del verano y dio pie a un popular anuncio de los años sesenta que todavía perdura. Ha acompañado la memoria de varias generaciones, reclamando imágenes de infancia feliz excepto a los hijos e hijas de baserritarras que debían cortarla precisamente en los días de más calor. Si el olor a hierba y heno indicaba el inicio del verano, el del de membrillo advertía de su final. Un fruto que, curiosamente, no triunfó por su sabor sino por su aroma y ya en la antigua Roma se colocaban sobre las cabezas de los dioses domésticos para aromatizar las habitaciones. Lo mismo se hacía hace no tantos años en los pueblos navarros. Los membrillos en los armarios anunciaban que el verano tocaba su fin.