El contraste entre lo que transmite la sociedad catalana ahora, con clima navideño y a punto de ejercer el voto bajo tutela metropolitana, y lo que transmitía durante setiembre, en plena revolución democrática, resulta impactante. La efervescencia se ha disuelto poco a poco y ese pulso vibrante, frenético, se ha transformado en un murmullo sincopado y cansado. El ritmo de este periodo, el que va desde el atentado de agosto en Barcelona al día de hoy, 21D, ha sido inhumano para todos y todas.
La prensa es un buen reflejo de esa extenuación. El periodismo que se hizo aquí durante los meses de setiembre y octubre era sencillamente espectacular. La calidad de los textos, la brillantez general y la pluralidad de los enfoques, en un contexto verdaderamente revolucionario, resultaba inspirador e interactuaba permanentemente con una sociedad politizada y expectante. Una nación hablándose a sí misma. Ahora, tras seis meses trepidantes y tres de represión y control, esos mismos medios aparecen agotados. Los periodistas lo están, damos fe.
La situación de excepcionalidad institucional y jurídica ejerce de guadaña del debate público, de las ambiciones comunitarias y de los proyectos políticos. El 155 es una combinación de látigo y paternalismo autoritario con capacidad para gestionar este escenario. Pero hoy, al cerrar las urnas, ese escenario habrá cambiado. Y adaptarse no es una virtud muy española. Veremos en qué sentido ha operado el miedo.
Catalunya se halla inmersa en una profunda apnea política, que solo puede superarse si consigue sacar la cabeza y respirar lo suficiente para oxigenarse y recuperar algo de perspectiva. Para recuperar el rumbo a Ítaca por otras vías y a otro ritmo. La sociedad necesita una bocanada de aire democrático que le permita volver a respirar socialmente. Pero hay que recordar que los comicios de hoy no tienen garantías. La lucha sigue siendo entre quienes aceptarán lo que decida la gente y quienes no.