Dabid LAZKANOITURBURU

Trump: un «Reagan narcisista» y el imperialismo USA sin moralinas

Más allá del histrionismo de sus mensajes, Trump ha centrado su agenda nacional en clave republicana y, ante el mundo, ha modulado su aislacionismo con un militarismo despojado tanto de coartadas morales como de un cálculo de las consecuencias de sus decisiones.

En su investidura, el 20 de diciembre de 2007, Donald Trump lanzó un discurso claramente dirigido a esa franja del electorado trabajador (blue-collar) blanco, depauperado e indignado, que le dio la Presidencia al otorgarle una raspada pero suficiente mayoría en varios estados clave de los Grandes Lagos (Rust Belt o Cinturón del Óxido). No pocos auguraron tras sus soflamas una legislatura marcada por el aislacionismo en política exterior y, al interior, por el desmarque total respecto al establishment político y a las élites de Washington.

Un año después, y en un apresurado balance de sus políticas, el arranque de la legislatura del 45º presidente de EEUU es bastante menos rupturista y se observa, más allá del histrionismo de sus mensajes, una continuidad respecto a las claves de la alternancia bipartidista estadounidense y a los ejes de su visión hacia el (resto del) mundo.

Demostrando sus dotes innatas de vendedor, el magnate de la promoción inmobiliaria y showman televisivo se estrenaba en el Despacho Oval anunciando a bombo y platillo su intención, fallida, de desmantelar el Obamacare y retirando a EEUU del Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP).

Este último era un guiño aislacionista-proteccionista, idea reforzada por el propio Trump en sus primeras semanas de mandato con sus amenazas a las empresas automovilísticas por las deslocalizaciones. La promesa de arrasar con el plan para ampliar la cobertura sanitaria a 30 millones de estadounidenses sin seguro respondía a la obsesión trumpista por hacer borrón y cuenta nueva respecto al legado de su predecesor en la Casa Blanca y hacía honor, asimismo, a la agenda ultraliberal-elitista en materia de derechos sociales del Partido Republicano.

Esta dicotomía, más aparente que real, entre el recién llegado que hace algo tan políticamente incorrecto como retirar a EEUU del Acuerdo de París contra el Cambio Climático y el presidente que hace suyo el programa del 90% de su electorado (republicanos de pura cepa), parece haberse decantado, como revela la cascada de destituciones y de nombramientos que ha jalonado su primer año de mandato, a favor del Old Party.

La reciente aprobación de una draconiana reforma fiscal que amnistía a los ricos es el ejemplo más acabado de la entente de intereses entre Trump y los republicanos y da la razón a los que, desde un principio, compararon al actual presidente con Ronald Reagan, quien en los años 80 impulsó una reforma neoliberal bastante similar.

Es obvio que en otras materias Trump se ha visto forzado a recular tras constatar la dificultad de imponer sus criterios frente a los contrapesos de la arquitectura del poder en EEUU y contra la aplastante inercia del sistema, incluidas las resistencias de la bancada republicana.

En todo caso, la «conversión» al republicanismo de un outsider no es incompatible con su legislación xenófoba contra la inmigración desde los «países de mierda» y contra los refugiados de países islámicos.

Y es que el racismo y su plasmación en legislaciones ad hoc contra minorías interiores (nativos americanos, negros) y extranjeras (chinos, eslavos, japoneses...) ha jalonado la historia del país y es la otra cara de la moneda de unos EEUU aureolados como «el crisol del mundo».

Otro tanto ocurre con el abrazo del empresario liberal y proabortista neoyorquino a las tesis más creacionistas y retrógradas del electorado evangelista estadounidense, con el que cuajó una alianza durante la campaña electoral sin la cual nunca hubiera soñado en ganar y a la que le toca ahora recompensar.

La influencia de este nuevo sionismo americano en la decisión de Trump de reconocer a Jerusalén como capital de Israel permite analizar los esbozos, a menudo contradictorios, de su política internacional.

Y se repite la falsa dicotomía o el error de los que interpretaron que la reivindicación por Trump del egoísmo diplomático respecto a los aliados históricos de EEUU anticipaba un giro geoestratégico de la primera potencia mundial y la asunción de un mundo multipolar.

Olivier Zajec reconoce en un imprescindible análisis (“Los cabotajes diplomáticos de Donald Trump”) en la edición de enero de “Le Monde Diplomatique” que el presidente de EEUU «se inscribe (con torpeza y brutalidad) en uno de los ciclos cortos de la oscilación perpetua entre ‘maximalismo’ y ‘retiro’ que entona, desde hace tiempo, la diplomacia estadounidense».

Pero –siguiendo a Zajec–, en el plano más estratégico, Trump es más heredero del nacionalismo militarista del presidente Andrew Jackson (1829-1837) que del aislacionismo respecto a los asuntos mundiales que propugnaba el también presidente Warren Harding (1921-1923)

El incremento en este arranque de su mandato del presupuesto militar y el anuncio de que reforzará el arsenal nuclear, junto con las amenazas a Corea del Norte y el bombardeo quirúrgico contra una base militar siria (a lo que no se atrevió Obama) abona la tesis de que su «America First» no está reñida, al contrario, con su presencia militar en áreas de conflicto (Trump debate enviar refuerzos a Afganistán y no tiene intención de retirar su pica en Flandes siria en Rojava).

El cambio en política internacional en el que Trump ha sido fiel a su promesa estriba en que ha roto con el consenso de la política internacional estadounidense en los últimos 100 años, regido por la terna entre prosperidad comercial, potencia global y visión moral. Es esta última, que desde la percepción del excepcionalismo de EEUU justifica su intervencionismo imperialista como «exportación de la democracia», la que Trump ha sustituido por su visión mercantil de la diplomacia como una selva de intereses.

Ese imperialismo sin moralinas deja en evidencia la hipocresía imperial estadounidense, pero, en su reverso, permite a Trump mostrar su admiración por los regímenes autoritarios y apuntalar, por ejemplo, la privilegiada relación de Washington con la satrapía saudí optando por el tensionamiento con Irán.

Pero, más allá de la sinceridad de su imperialismo sin tapujos, quizás lo más preocupante de la política internacional de Trump es que –terminando con Zajec–, su diplomacia transaccional no va acompasada por un cálculo de las consecuencias que acarrean sus decisiones. El actual presidente de EEUU es incapaz de separar en una negociación «la defensa de los intereses nacionales de la facultad de considerar los intereses de los otros». Trump podrá ser comparado con Reagan. Pero, en todo caso, es un «Reagan narcisista»... Si cabe aún, más peligroso.