Cuando revisionamos el cine de John Ford topamos con personajes que parecen nacidos de las mismas entrañas de la tierra. Es el apego a un hábitat que, en multitud de ocasiones, se torna en cambiante.
No quiero decir con esto que ‘592 metroz goiti’ pueda compararse con el discurso fordiano en su aspecto más formal, pero sí hay en este excelente cortometraje documental un nexo común porque se observa en las palabras, gestos y miradas de los personajes ese arraigo fiero e inquebrantable a un lugar que inevitablemente ha cambiado por completo pero al que siempre pertenecerán.
Lejos de ser un lastre, la economía de palabras que predomina en este trabajo se transforma en virtud porque delega en el espectador la capacidad de intentar, al menos ligeramente, compartir los sentimientos más profundos que nunca quedarán sumergidos bajo las aguas del pantano de Itoiz.
Por fortuna para nosotros, la cámara de Maddi Barber capta con precisión esa escenografía alterada artificialmente y en la que la naturaleza se abre paso y reinventa su espacio vapuleado con la llegada de nuevas criaturas. En los testimonios del guarda forestal y de la joven ganadera se asoman las emociones que se intuyen caminando entre las ruinas acuáticas de caminos y pueblos que fueron sepultados bajo los 592 metros que dictan la cota máxima del pantano y que emergen para instalarse en la memoria colectiva. Con estas pautas tan sencillas pero eficaces, pasado, presente y futuro se reunen en torno a un episodio que nunca debería ser olvidado.