Beñat Zaldua
MADRID

Carme Forcadell, la palabra a juicio

El día vendrá marcado, probablemente, por la declaración del presidente de Òmnium Cultural, Jordi Cuixart. Conviene no olvidar, sin embargo, el particular escándalo que supone el procesamiento, por un delito de rebelión, de la presidenta de un parlamento, como es el caso de Carme Forcadell.

Carme Forcadell, en los pasillos del Parlament. (Josep LAGO/AFP)
Carme Forcadell, en los pasillos del Parlament. (Josep LAGO/AFP)

En todo macrosumario político acostumbra a haber casos particularmente graves que, insertos como están en una macrocausa ya de por si escandalosa, corren el peligro de pasar desapercibidos. Hay casos de sobra conocidos en la carpeta vasca. En el caso del juicio contra el independentismo catalán, con permiso del resto de acusados –perseguidos todos por sus actividades políticas–, el caso de Carme Forcadell resulta especialmente lacerante.

Forcadell era presidenta del Parlament cuando ocurrieron los hechos juzgados estos días en el Tribunal Supremo, y había cortado toda relación orgánica con la dirección de la Assemblea Nacional Catalana (ANC) en el momento que aceptó sumarse a las listas de Junts pel Sí para las elecciones del 27 de setiembre de 2015. Así lo determinan los estatutos de la ANC. Pero la primera va directa a la frente: en el auto de procesamiento, el juez instructor, Pablo Llarena, inicia sus razones contra Forcadell apuntando su «participación medular desde los primeros momentos del proceso de independencia como presidenta de la ANC».

Es un puesto que dejó en 2015, y sin embargo sirve para juzgarla por unos hechos de 2017. Solo este punto sirve para ejemplificar de qué se habla cuando se dice que no se juzgan hechos concretos, sino opciones políticas; en este caso el independentismo.

El parlamentarismo en jaque

Pero el escándalo es mayor, y va bastante más allá del independentismo. La principal acusación que pesa sobre Forcadell, para quien la Fiscalía pide 17 años de cárcel por un delito de rebelión, es la de someter, como presidenta del Parlament, «a decisión de los diputados la aprobación de la legislación de soporte que sirve de coartada legitimadora del proceso».

Esta acusación es un torpedo letal contra algunas de las bases del parlamentarismo, entre las que destaca la inviolabilidad del debate parlamentario. «Los diputados y senadores gozarán de inviolabilidad por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones», se lee en el artículo 71 de la Constitución española. Si los diputados tienen el derecho a opinar libremente, se entiende que la presidenta de un parlamento tiene igual derecho a dar cauce a que los parlamentarios puedan hacerlo.

Eso es especialmente notorio en casos como la votación de la declaración del 9 de noviembre de 2015 o la aprobación de las conclusiones de la comisión de estudio sobre el Proceso Constituyente; ambas son votaciones de resoluciones sin efectos jurídicos automáticos y que, sin embargo, las acusaciones incluyen dentro de los cargos contra la expresidenta de la cámara catalana. «¡Claro que podríamos tener un debate sobre la independencia de Gales!», saltó hace dos semanas John Bercow, presidente de la Cámara de los Comunes, preguntado sobre la situación de Forcadell.

Pero más allá de la inviolabilidad parlamentaria, a Forcadell se le achaca también el dejar vía libre a la tramitación de leyes contrarias a la legalidad española, y el hacerlo en contra de las advertencias del Tribunal Constitucional. Nos referimos a las leyes del referéndum y de transitoriedad jurídica, votadas y aprobadas en aquellos intensos plenos de inicio de setiembre de 2017.

Pues bien, antes de nada, cabe destacar que, si el cargo contra Forcadell es ese, debería ser simplemente procesado por un –cuestionable– delito de desobediencia, que es el caso del resto de los miembros de la Mesa del Parlament procesados, que finalmente serán juzgados en el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya (TSJC). La separación de Forcadell del resto de miembros de la Mesa clama al cielo.

Pero va más allá el escándalo. Cabe recordar cuáles son las normas básicas del funcionamiento de un Parlamento: una presidenta no decide sobre qué se debate y qué se vota; son los grupos parlamentarios los que proponen y la presidencia la que comprueba que, cumplidos los requisitos requeridos –que cuente con la mayoría suficiente, por ejemplo–, les da cauce. Así, las leyes del referéndum y de la transitoriedad jurídica no fueron debatidas y votadas porque a Carme Forcadell le vino un antojo, sino porque dos grupos parlamentarios, como establece el reglamento, pidieron que se alterase el orden del día.

Lo que hizo Forcadell fue atender al reglamento y dar la palabra a los grupos parlamentarios, elegidos legal y legítimamente por toda la sociedad catalana. Haberse negado a hacerlo, como le pedía el Tribunal Constitucional y le exigirá hoy la Fiscalía, no solo hubiese contravenido el reglamento, sino que hubiese significado que Forcadell se erigía en juez de la iniciativa parlamentaria, decidiendo de antemano sobre la legalidad de unas normas que todavía ningún juez había analizado. Carme Forcadell declara hoy acusada de un de un delito de rebelión por haberse negado a vetar la palabra en un Parlament democráticamente elegido.