La huellas siguen, 50 años después, apelmazadas en el polvo. No hay atmósfera en la Luna, no hay viento, y dado que los micrometeoritos, esas partículas diminutas y súper rápidas que bombardean la superficie lunar, son infinitesimales, durarán millones de años a menos de que un meteorito golpee de lleno al satélite principal de la Tierra y el cráter las haga desaparecer.
Son las huellas de Neil Armstrong y Buzz Aldrin, los dos primeros astronautas que pisaron, hoy hace 50 años, la Luna. El tercer integrante de la misión, Michael Collins, piloto del módulo de mando, no podía descender y se convirtió en el gran olvidado de esta historia. Aquel alunizaje fue algo único, uno de los momentos más significativos de la historia de la Humanidad y la tecnología. Un acontecimiento grandioso que cautivó a un mundo que observaba atónito ante las pantallas de televisión en blanco y negro algo que nunca antes habían imaginado ver.
Armstrong, el primero en descender del módulo lunar de la misión Apollo 11, inmortalizó aquel momento con una frase para la posteridad. Era «un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad». También fue una inyección de energía y confianza en las capacidades humanas, una proeza cuyo legado perdura y se asienta sobre la maravilla del descubrimiento, la alegría del conocimiento, la sabiduría de la belleza y el poder de la humildad.
¿Qué queda de aquel momento? ¿Para qué era la misión? ¿Y qué nos ha dejado, aquí en la Tierra? La verdad es que el alunizaje no cambió realmente la vida en la Tierra. El gobierno de EEUU podía poner a sus hombres en la Luna, pero no podía ganar a los guerrilleros del Vietcong en las junglas de Vietnam, o no tenía cura para el cáncer.
Nadie imaginaba entonces que hoy se estarían preparando vuelos espaciales privados a la Luna; nadie conocía el peligro que supone la basura espacial. La idea de una minería de los asteroides ni se les pasaba por la cabeza. Pero hoy, 50 años después, la Luna sigue siendo un lugar caliente en lo geopolítico y en lo científico. Multitud de países anuncian nuevas misiones, la mayoría de ellas robotizadas. Los chinos ya han llegado a la cara oculta del satélite, los indios, los israelíes, los rusos, todos quieren ir a la Luna. Y a falta de una legislación internacional, ya hay compañías que planean reclamar en propiedad privada partes de su superficie.
Carrera contra los soviéticos
La carrera hacia la Luna empezó como una carrera hacia la Casa Blanca. El 4 de octubre de 1957, la Unión Soviética lanzó con éxito a la órbita su primer satélite, el Sputnik. Un mes después lanzó el segundo, está vez con un animal a bordo, la mítica perra llamada Laika. El público estadounidense entró en pánico y los demócratas decidieron dar una utilización política a ese sentimiento de terror colectivo. Lo apostaron todo a un cálculo político perverso: la gente, el público estadounidense, pronto imaginaría a los rusos sentados en sus Sputniks, leyendo con sus prismáticos su correo privado. Y pronto esos mismos rusos lanzarían bombas desde el espacio como los chiquillos lanzan globos de agua desde los puentes.
El 12 de abril de 1961, con John F. Kennedy ya sentado en el Despacho Oval, los soviéticos mandaron al primer hombre, Yuri Gagarin, al espacio. Cinco días después, en una demostración catastrófica de fallos de inteligencia y tecnología, tuvo que hacer frente a su primera gran crisis: la fallida invasión de Bahía de Cochinos en Cuba. Días después del fiasco, el 25 de mayo, ante el Congreso, lanzó un mensaje claro: «Antes de que termine la década, la nación tiene que comprometerse a llevar a un hombre a la luna y traerlo a salvo de vuelta a la Tierra». Dicho y hecho, el 20 de julio de 1969, EEUU culminó el plan de J.F. Kennedy de 1961.
El programa para materializar ese desafío se lanzó en un contexto de disputa partidista entre demócratas y republicanos, pero también, sin duda, en medio de la Guerra Fría. Fue liderada en lo político por lo demócratas, y en lo tecnológico, como responsable del programa de cohetes de EEUU, por Wernher von Braun, antiguo oficial nazi de las SS que supervisó la producción de los misiles balísticos alemanes V-2.
El programa espacial era ya otra batalla de la Guerra Fría. Por tanto, ¿qué es lo que el programa espacial de hace 50 años tenía que no tiene hoy? Una misión clara, de definición fácil: vencer a los rusos.
La Luna está caliente
Una simple foto, la de la Tierra tomada desde el espacio por William Anders durante la misión del Apollo 8 de 1968, sirvió de icono e inspiró a todo el movimiento ecologista global. Según cuentan Armstrong y Aldrin, y también corroboran los pocos afortunados que han tenido la oportunidad de ver la Tierra desde el espacio, no se trata solo de una foto. Es una experiencia increíble, un sentimiento de trascender para convertirte en una especie de guardián universal de un todo, que está vivo, cuyos ríos vistos desde allí arriba parecen que son sus venas. Poco importa, visto desde allí, de qué país eres.
Es cierto que la magia cautivadora de la carrera espacial de los años 60 ha sido remplazada por una actividad espacial prolífica que impresiona. Pero no concita la devoción del público que aquellos astronautas pioneros recibieron. Yuri Gagarin, Neil Armstrong, Buzz Aldrin... antes se sabían los nombres de los astronautas, eran celebridades públicas recibidas en otros países con honores de Estado. Hoy apenas unos pocos conocen los nombres de los astronautas.
Pero como decíamos, cinco décadas después, la Luna vuelve a estar muy caliente. Todos quieren poner más que un pie allí. ¿Por qué? Porque sigue ofreciendo una puerta lógica al universo, un área de ensayo para llegar a Marte, un potencial uso como base de lanzamiento de exploraciones del espacio profundo. Además, los avances en la ingeniería ya hacen posible la construcción de hábitats.
Ahora mismo la luna es un espacio abierto, salvaje, con fronteras difusas que evolucionan en la medida en la que el uso que los humanos hacen del espacio continúa expandiéndose y cambiando. Según el Tratado internacional sobre el espacio ultraterrestre que la extinta URSS y EEUU firmaron en 1967, que en realidad fue un tratado de desarme que comprometía a ambas potencias a no instalar armas nucleares en el espacio, se prohíbe que ninguna nación reclame la propiedad de la Luna ni de ningún otro cuerpo celeste. Dice textualmente que «todos los países tienen la capacidad de usarla y explorarla, y ninguna de apropiársela». Pero decir eso es decir poco.
La nueva carrera por la Luna tiene paralelismos con la exploración de la Antártida. A principios de siglo todos querían llegar primero y luego, durante 50 años, nadie quiso ir más. Hoy se construyen allí bases con vehículos motorizados, transporte aéreo, radiotransmisores y otras tecnologías. Ocurre algo similar en la Luna. Terminada la carrera por llegar primero y tras unas décadas de impasse, la colonización lunar se está transformando en un sentido muy concreto: reducir lo máximo posible la presencia continua humana en ambientes hostiles.
Armstrong y Aldrin, ya con edades muy avanzadas, no verán esta carrera. Pero nos dejaron una lección crucial. Cuando volaban hacia la Luna todo parecía ciencia ficción y se convirtió en realidad. Sería bueno y deseable volver a recuperar aquel sentido de la maravilla y aquella alegría del conocimiento. Aunque solo fuera por eso.
Cada vez más fieles al credo de que todo fue un gran engaño
Medio siglo después, en plena era de Internet, donde uno puede decir lo que quiera a un número de gente que nunca antes imaginó, la idea de que el alunizaje en el satélite fue una gran estafa muy elaborada, una producción hollywoodiense, tiene cada vez más seguidores. Siempre que pasa algo grande, y más si es trascendental, aparece una contraexplicación y, al parecer, a la gente le resulta más atractiva si es conspirativa.
Los conspiracionistas son así. Que la mano del Gobierno de EEUU está tras el 11-S, que la Tierra es plana, que el Holocausto nunca existió y que la llegada a la Luna fue una falsedad son simplemente hechos para ellos.
Todo empezó como una corazonada, como una intuición. Luego se hizo convicción. Bill Kaysing, exempleado de Rocketdyne, una compañía que ayudó en el diseño de los motores del cohete Saturno V, publicó en 1976 un panfleto –“Nunca fuimos a la Luna: la estafa de los 30 millardos de dólares”– acompañando sus certezas con fotocopias y ridículas teorías. Hoy sus seguidores son legión.
A pesar del increíble volumen de evidencias, entre otras, 382 kilogramos de roca lunar, que Rusia corroborase el hecho o de las imágenes de la sonda espacial estadounidense destinada a la exploración lunar que mostraban las huellas de los astronautas en la Luna, los negacionistas y sus reclamaciones siguen ganando creyentes.
Afirman, por ejemplo, que la bandera de EEUU aparece como si estuviera agitándose al viento. Y como eso es imposible, dado que no hay viento en la Luna, todo fue un «fake» que bien podría haber sido filmado por Stanley Kubrick. Los hechos, no obstante, indican que antes de dejarla caer, la NASA decidió utilizar una varilla en ángulo recto para mantenerla extendida. Armstrong y Aldrin la doblaron accidentalmente un poco. También les preocupaba que el asta de la bandera pudiera caerse y decidieron sacar inmediatamente las fotos, capturando la imagen de la bandera cuando estaba moviéndose.
También defiende esa vieja estirpe de «terraplanistas» que no aparece ninguna estrella en el fondo de las fotos porque la NASA sabía que los astrónomos las usarían para determinar si estaban sacadas en la Tierra o en la Luna. Sencillamente, la velocidad de obturación de las cámaras de los astronautas, para que las fotos no fueran sobreexpuestas a la brillante luz en la luna, era demasiado rápida para capturar la tenue luz de las estrellas.
Dicen también que cuando el módulo descendió a la superficie lunar no esparció polvo y no dejó ningún cráter. Pero la gravedad de la Luna es más o menos una sexta parte de la gravedad de la Tierra, lo que hace posible un aterrizaje más suave. Además, durante el alunizaje los astronautas descendieron en horizontal durante un tiempo, con lo cual no tuvieron que dirigir hacia abajo los propulsores.
Los escépticos presentan también otra reclamación: el ángulo y los colores de las sombras en las fotografías de la Luna son inconsistentes, lo que sugiere la utilización de luz artificial para iluminar un estudio. Pero pasan por alto lo esencial: la multitud de cráteres y colinas de la luna, junto con las diferentes fuentes de luz que la iluminan –luz directa desde el Sol, luz reflejada en la superficie de la Luna, luz reflejada en la Tierra–, causa lo que parecen ser distorsiones e inconsistencias. Además, las cámaras tenían objetivos de gran angular.
Asqueado de los negacionistas, en un episodio memorable, Buzz Aldrin decidió cortar por lo sano. En 2002 pegó un histórico puñetazo al cineasta Bart Sibrel, después de que este le hubiera llamado «mentiroso» y negar que hubiera estado en la Luna.M. Z.