La 67ª edición de Zinemaldia dio el pistoletazo oficial de salida con ‘Blackbird (La decisión)’, remake americano de un drama familiar danés con la muerte como fuerza motriz omnipresente. Aquella película lució muy orgullosamente su nacionalidad a través de unas formas que delataban esa necesidad tan hollywoodiense de no perder nunca la referencia del gran público. Los temas por los que se movían eran susceptibles de herir sensibilidades, de modo que ahí entraba en juego un artificio cinematográfico empleado para amortiguar el golpe.
Ya de paso, para convertir el funeral en un masaje, o si se prefiere, en una agradable celebración. Para lograr dicho efecto, el director Roger Michell no tuvo más que aliarse con el carisma de un reparto estelar, poner atención a la luz y a las sombras de cada imagen y, sobre todo, encajar las notas más emotivas de la banda sonora con los momentos más comprometidos del guion. Y voilà: a juzgar por la reacción del Kursaal, el experimento pasó la prueba de fuego del patio de butacas, lo cual, teniendo en cuenta la naturaleza del producto, era casi lo único que importaba.
Pues bien, llegados al ecuador de esta misma edición, hemos visto la otra cara de la misma moneda. Aquella que en la mayoría de ocasiones permanece oculta, vaya. Hay quien lo llama «cine de autor». El descubrimiento, por así llamarlo, ha llegado de la mano del prolífico cineasta chileno José Luis Torres Leiva, a quien se le ha ocurrido presentar ‘Vendrá la muerte y tendrá tus ojos’, sugerente título correspondido con un conjunto de planteamiento a la altura de tan cautivador arrebato lírico; con una apuesta que, si se me permite, muy fácilmente podría catalogarse de suicidio.
O si se prefiere, de salto al vacío sin esas redes de seguridad que Roger Michell tan hábilmente sabía colocar. En efecto, lo que hace esta película es volver a invocar, ya en la primerísima escena, el fantasma de la muerte. La acción empieza con un momento de ternura que, no obstante, esconde algo funesto: Leiva filma a dos mujeres mostrándose amor; disfrutando de lo que parece ser una agradable tarde de verano. Lo que pasa, es que el invierno ya ha llamado a su puerta: a una de ellas le han diagnosticado una enfermedad incurable. Hasta que no podemos constatar esto con total seguridad a no equivocarnos, la película nos ha permitido intuirlo, y ahí es cuando se empieza a notar el encanto (distintivo) de la propuesta.
El establecimiento de las bases que sostendrán el relato se hace a partir de micro-elipsis narrativas que, de algún modo, conceden a las protagonistas este espacio íntimo que debe servir como último refugio para su romance. Por el contrario, la cámara de Torres Leiva no quiere despegarse ni un centímetro de estos cuerpos que envejecen; que se deterioran, pero que a pesar de todo, siguen conservando esa llama (la vida, claro) que de algún modo, sigue bailando, moviéndose, avanzando... transmitiéndose.
El factor humano se reduce (en el mejor de los sentidos) a una cuestión de foco. En más de una ocasión, los cuadros propuestos por el director y guionista se dibujan con manchas borrosas de colores difuminados los unos con los otros; con nebulosas que resaltan los únicos cuerpos nítidos en pantalla: los rostros humanos. Es el magnetismo irresistible del close-up. De esos primerísimos primeros planos que disuelven cualquier capa de maquillaje; que inciden en cada arruga, cabello y lunar que nos hace únicos, y por ello, preciosos.
Si los envoltorios que manejaba Roger Michell evidenciaban el pánico que seguimos teniendo a enfrentarnos a la muerte, parece que la filmación naturalista de José Luis Torres Leiva pretende romper ese último tabú. No embelesa nada para no perder contacto con la verdad (humana). Eso sí, tampoco estamos ante ese realismo inquebrantable que nos mostró Fernando Franco en ‘Morir’ o, de forma aún más clara, el documentalista Wang Bing en ‘Mrs. Fang’. Aquí hay espacio para una serie de escapadas (entre fabuladas o directamente oníricas) que nos recordarán el poder evasor de una buena historia.
El cine, como fuerza narrativa que es, también lo inventamos para esto. Así, cuando los ojos de Amparo Noguera y Julieta Figueroa parece que ya no puedan exprimirse más (o sea, y por qué no decirlo, cuando la amenaza del aburrimiento está a punto de concretarse), nos perdemos sin previo aviso en la frondosa jungla de la imaginación poética. Ahí nos espera una salvaje que no debe ser civilizada, un encuentro fortuito que bien podría haber concebido el Alain Guiraudie de ‘El desconocido del lago’... o por qué no, una coreografía improvisada a ritmo de Raffaella Carrà. Porque la vida, a pesar de todo, sigue.