En esa divertida y entrañable reivindicación de la vieja escuela cinematográfica que llevaba por título ‘El cuento de las comadrejas’, Juan José Campanella nos situaba en una mansión que se caía a trozos, pero en la que la mayoría de sus ocupantes había encontrado algo muy parecido a la felicidad. Se trataba de tres viejos camaradas, fieles amigos y compañeros de profesión (fílmica), que habían sabido dejar a tiempo el ajetreo del mundo moderno, y que habían tomado la sabia decisión de recluirse.
Los jóvenes de fuera, por supuesto, les veían como una panda de locos ermitaños, pero claro, poco sabían que en ese aislamiento se había cimentado toda su fortaleza. Comento esto a cuento del entorno en el que se concentra casi toda la acción de ‘Y llovieron pájaros’, nueva película de la cineasta quebequesa Louise Archambault. A través de un barrido de cámara ejecutado gracias al vuelo de un drone (son los peajes de las modas estéticas por las que ahora mismo estamos pasando), atravesamos la frondosidad impenetrable del un bosque para respirar, por fin, en un lago que se presenta como una especie de paraíso terrenal.
Por si la imagen no había despejado todas las dudas, la música que suena de fondo ayuda a consolidar la atmósfera de paz y tranquilidad que quiere transmitir la directora. En esta especie de edén, tres ancianos disfrutan, cual chiquillos, de los frutos que muy generosamente les regala la naturaleza. Disponen de caza y pesca abundante, el clima es templado y, cómo no, cuentan respectivamente con la inmejorable compañía de esas almas gemelas sin las cuales carecería de auténtico sentido incluso el acto de despertarse.
Todo bien; todo perfecto... la lástima, ya lo sabemos, es que el cine no sabe disfrutar tanto como nosotros del retiro, por muy dorado que este pueda llegar a ser. De modo que cuando ve que los elementos plantados en la pantalla celebran en demasía el estaticismo en el que se han quedado estancados, decide agitar un poco el panorama. Lo justo para que todo vuelva a fluir: el conflicto como eterno Grial fílmico. O sea, que se produce un cambio de fichas sobre el tablero de juego. Un personaje sale y otro entra.
Uno muere (se puede decir) y otro ocupa su lugar. Este segundo responde a uno de los perfiles más delirantes que hayamos visto en lo que va de festival: el de una octogenaria marcada por el –injusto– encierro en un centro siquiátrico, denigrante circunstancia en la que ha transcurrido la práctica totalidad de su vida. La mujer termina en ‘el lago de los sueños’ mediante una carambola que el guion, firmado por la propia Archambault, justifica ‘de aquella manera’, es decir, muy pendiente del lugar al que quiere llegar, y no tanto de calcular los pasos que deben llevarle hasta ahí.
El caso es que una vez está todo en su sitio, se descubren las verdaderas intenciones de un producto que, muy en la línea de programación de la 67ª edición de Zinemaldia, pretende poco más que matar el rato. Con estos ánimos entramos en la mayoría de proyecciones de la Sección Oficial, y con esta misma certeza salimos en casi todas ocasiones. ‘Y llovieron los pájaros’ es, por aquello de no desentonar con la tónica general, una película que no está mal del todo... aunque esto no implica que esté realmente bien.
Zinemaldia sigue apostando pues por la indefinición, es decir, por el discretísimo encanto de esos aciertos fundamentados en el ‘amarrategi’ de no fallar. Una vez superadas las poco más de dos horas de metraje, salimos de la sala un poco más viejos de como entramos... pero ni más sabios ni, afortunadamente, más estúpidos. Es el arte de mojar sin manchar; es la impermeabilidad hecha manifestación cinematográfica. Así las cosas, el amor, la vida y la muerte se pasean tranquilamente por la pantalla... esperando que a nadie le importe demasiado.
Y efectivamente. Lo nuevo de Louise Archambault se traduce en una placentera visita a la intrascendencia artística. Es un bonito telefilm canadiense, agradable a la vista en muchos tramos, y completamente olvidable en todos ellos. ‘Y llovieron los pájaros’ es, en este sentido, puro efecto boomerang: quiere reivindicar un lugar digno para la tercera edad (ese invierno normalmente tan indigno), pero acaba cayendo en la trampa mortal de la irrelevancia. Flaco favor hecho a una noble causa.