El origen de esta película surge de otra película… que al mismo tiempo está causada por un infarto colectivo que, por lo visto, estaba totalmente injustificado. Remontémonos a 2010, año en el que Michel Houellebecq publica ‘El mapa y el territorio’, su quinta novela. Resulta que durante la gira de presentación de dicho libro, el hombre desapareció sin dejar rastro, y al pasar unos días sin que este emitiera señales de vida, empezó a cundir el pánico. Un rumor llevó al otro, y el siguiente, ya se encargó de dibujar un panorama apocalíptico.
Varios periódicos empezaron a hacerse eco de una posibilidad que adquirió inmediatamente el estatus de noticia contrastada: se determinó que al pobre hombre le habían raptado. Y por unos días, el asunto se consideró de forma tan seria que, efectivamente, pasó a ser verdad... aunque en realidad, la incomunicación del escritor acabó justificándose en una serie de problemas en su conexión a internet. Así de estúpido; así de genial. Total, que Guillaume Nicloux no pudo evitar la tentación, y rodó su propia versión de los hechos.
Así nació ‘El secuestro de Michel Houellebecq’, mezcla entre realidad y ficción para contar una versión muy propia de lo acaecido... y a posteriori, punto de partida de ‘Thalasso’, su secuela espiritual. Casi una década después del incidente, nos reencontramos con el intelectual, quien acude a un balneario de Cabourg para someterse a un tratamiento de thalassoterapia (evidente). La narración de esta nueva película está planteada a modo de cuenta atrás de cuatro días, período en el que Houellebecq, y también Gérard Depardieu, (ambos interpretándose a ellos mismos, ni falta hace decirlo), deberán desintoxicarse de todos los males con los que han llegado a dicho centro.
Con ello, Guillaume Nicloux lo tiene todo a favor para seguir desarrollando su particular visión del cine de la descomposición (y también, claro está, del cine en descomposición). Me refiero, por si no acabamos de entendernos, a ese tipo de películas que tienen en la decadencia (moral, corporal, intelectual...), un objeto de estudio tan obsesivo, que inevitablemente (y con mucho gusto) se acaban contagiando de él. Hasta compartir propiedades en todos los niveles, corporales y de conciencia.
Traducido al caso que ahora nos ocupa, lo que empieza con unas reglas del juego sencillísimas, termina siendo un galimatías en el que perderse por siempre jamás. O sea, que a la mínima que nos despistemos, esta «cura del bienestar» ya habrá degenerado en una terapia que solo conseguirá que nos encontremos mal. Fatal, para ser más exactos. O si se prefiere, lo que comienza como una distendida charla sobre los tics autoritarios de las democracias supuestamente más avanzadas del mundo, termina con un debate metafísico sobre las vibraciones espirituales que transmite alguien a quien se le puede atribuir el milagro de la resurrección.
Y si sigue sin entenderse, ya va bien así. De hecho, uno de los aciertos de ‘Thalasso’ (y evidencia palpable de que el producto ha estado mucho más meditado de lo que quiere admitir) consiste en no resistirse a ser disfrutado a través de la mera observación de su superficie. En este sentido, y viendo la trayectoria del producto, no es descabellado comparar esta serie de películas con ‘The Trip’, esa excusa con la que Michael Winterbottom, Steve Coogan y Rob Brydon se escapan periódicamente para divertirse improvisando, imitando a Michael Cane o Sean Connery, pero sobre todo, para inflarse a comer y a beber.
La guía del bon vivant se toma pues unos días de «merecido» descanso, exponiendo la ridiculez de unos personajes incapaces de poner sus cuerpos a tono. Houellebecq, tan renqueante e ido; Depardieu, tan atocinado y desagradable. Y ni una pizca de pudor se detectó en estos pacientes embalsamados en vida. En uno de los muchos actos de aplastante coherencia con los que Nicloux maneja este lamentable (y por esto, desternillante) espectáculo, el hombre va alimentando constantemente los vicios de los artistas, para que el producto resultante siga desbocándose.
‘Thalasso’ es una película excesiva tanto en las formas como en el contenido. Lo es tanto, que inevitablemente acaba cansando. Y así tenía que ser. El cine francés vuelve a erigirse pues como líder mundial en el sano arte de la iconoclastia. A través de su filtro, parece que ningún ídolo o tótem vayan a ser capaces de tenerse en pie... lo cual, visto con la debida sangre fría, es muestra de una salud mental (colectiva) ciertamente envidiable. A ojos de Nicloux (inmisericorde en el manejo de un formato digital muy amigo del feísmo), el chiste está en el propio aburguesamiento de las élites pensantes, claro síntoma de un cerebro (el nuestro) que cada vez cede más terreno al estómago y, por supuesto, a los órganos sexuales. Y claro, así nos va como –viejo– continente.. y así nos va como planeta, en general.