La lástima de Daniel Sánchez Arévalo es que naciera en Madrid, y no en Nueva York, o Boston, o ya puestos, en Minneapolis. De haber sido así, estimo que a estas alturas ya sería uno de los amos de la industria cinematográfica. La gran maquinaria de las películas le tendría a –generoso– sueldo, y por supuesto le agasajaría con todos los recursos que él pidiera. Le mimaría para que se sintiera a gusto, pero sobre todo para que produjera películas como churros. Porque cada una de ellas conectaría, seguro, con el «gran público», esa figura casi mítica sin la cual no puede haber éxito comercial en este mundillo.
Si Daniel Sánchez Arévalo fuera estadounidense, en algún momento u otro se habría movido por la zona de influencia de Sundance, y ahí, se habría dado a conocer con una de las sensaciones de dicho festival, y al poco tiempo, esta se estrenaría en otros rincones del planeta, y el producto seguiría calando, y entonces, algún pez gordo le propondría ir un paso más allá: pasar del indie (su hábitat natural) al ecosistema de los grandes estudios (su hábitat no-tan natural); moverse con presupuestos más grandes, trabajar con estrellas más brillantes... llegar a más y más gente. Y así, hasta que no nos quedara otro remedio que cogerle cierta tirria.
Es algo lamentable, pero es también algo muy humano: odiar aquello que se supone que tiene que darte felicidad. De esto va la vida, más o menos, y de esto trata, en parte, la filmografía de Daniel Sánchez Arévalo, cineasta cuyo último largometraje (en solitario) hasta ahora cumplirá ya seis años. Más de un lustro ha pasado desde ‘La gran familia española’, aquella genialidad en la que el destino de una boda (y de todos sus participantes, claro) estaba ligado al de aquella taquicárdica final de Mundial disputada en el Soccer City de Johannesburgo.
Fue aquella una nueva confirmación de ese talento que, visto lo visto, no se cansaba de acertar. Y aun así, el hombre desapareció de la primera línea, o de ahí donde muchos queríamos verle. En este tiempo de «ausencia», fue dando señales de vida (siguió escribiendo, y firmó el libreto de un musical, y dirigió un puñado de cortos y anuncios...), lo justo, a lo mejor, para que no nos cansáramos de preguntar por su nuevo largo. Hasta que por fin llegó. Al salir de la proyección para la prensa en Zinemaldia, tenía claro que el artista no había perdido su toque, de modo que no pude evitar transmitir mis dudas a un hermano de fatigas.
«Entonces, ¿por qué demonios no hemos visto cien películas de Daniel Sánchez Arévalo durante estos últimos años?», a lo que él me contestó: «Bueno, aparte de porque ha ido haciendo otras cosas, porque salta a la vista que quiere tomarse su tiempo para pensar y trabajar, ¿no?». Y sí, debe ser esto. ‘Diecisiete’, «la esperada», así lo atestigua. Es, al fin y al cabo, un dispositivo hábilmente montado para dirigir emocionalmente al espectador a través de un viaje que debe desembocar en la línea de meta más deseada. Esto es, un auto-conocimiento que atañe, en teoría, tanto a personajes como a espectadores.
Lo llaman empatía. Este vínculo irrompible se establece, en los primeros compases, a través de un cine dinámico que como tal, vibra y agita, que sería prácticamente silente... si no fuera, claro, por la omnipresencia de esa banda sonora que está ahí, en principio, para elevar esa emoción. Ese sentimiento plasmado en la determinación casi suicida de un chaval de mirada esquiva pero al mismo tiempo siempre fijada (y penetrante) en el que será su siguiente objetivo. El regreso, ese trago recurrente en el cine de Sánchez Arévalo, adquiere aquí las formas, el ritmo y la angustia de la huida hacia adelante. «Si me paro, me pillan», dice uno, «si no sigo, no llego a tiempo», contesta el otro.
Situaciones de emergencia y mecanismos de cuenta atrás se reivindican pues como combustible primordial en esta road movie en la que el hermano se descubre como el mejor amigo del hombre. Como ese ser que te puede herir más que ningún otro... pero que al final, te salvará. El director cambia ligeramente las formas (esta es su primera película sin la presencia de pilares como Antonio de la Torre, Quim Gutiérrez o Raúl Arévalo) pero se mantiene fiel al contenido; a los postulados de una «comedia triste» en la que sigue moviéndose como si estuviera en su propia casa. «¿Estamos?», pregunta Nacho Sánchez, «estamos», contesta Biel Montoro, estupendo en sus constantes maquinaciones.
Y así sigue Sánchez Arévalo: urdiendo estrategias y haciendo como que improvisa en una película que, en realidad, no tiene nada de improvisado. Esto es, al fin y al cabo, un plan maestro tan seguro de sí mismo, que no se preocupa lo más mínimo en maquillar el descaro con el que muestra y oculta sus cartas. El Código Penal convertido en gag recurrente, la entrada en la edad adulta como estado permanente del ser, las relaciones de familia en colegueo y la amenaza de la muerte en masaje con el que sonreír de puro placer. Es la feel-good movie al desnudo. Ese artefacto que se cuida y que te cuida, que cuando parece que pierde, es para acabar ganando algo... y que no teme que le acusen de cursi, porque está convencido de llevar razón. Y sí, la lleva.