Dabid Lazkanoiturburu

China: un éxito sin precedentes y varias fallas territoriales

La República Popular China conmemora hoy el 70 aniversario de su creación, marcado por su emergencia como gran potencia mundial pero lastrada por crisis territoriales –¿geopolíticas?– como la de Hong Kong.

La República Popular China celebra hoy los 70 años de su creación, siete décadas en las que ha protagonizado una transformación social y económica sin parangón y que le ha llevado a convertirse en la segunda potencia mundial, pisando ya los talones a EEUU, que siente su aliento en la nuca.

No obstante, el incontestable éxito chino tiene sus claroscuros, marcados, cómo no, por la magnitud de su crecimiento, pero sobre todo por las tensiones territoriales –con su derivada geopolítica– en un subcontinente con cientos de minorías y de lenguas pero en el que el nacionalismo han (etnia mayoritaria) ejerce un papel hegemónico y por momentos colonizador.

Esta perspectiva nacional está presente desde que el 1 de octubre de 1949, Mao Zedong promulgara la República Popular desde la Ciudad Prohibida en la Plaza de Tiannanmen. Y ello pese a que el PPCh cimentó su victoria contra los nacionalistas del Kuomintang de Chiang Kai-Shek en la guerra civil en la reivindicación del comunismo en un país en ruinas, empobrecido y diezmado por la guerra y ocupación y, no se olvide, herido de muerte en su condición de milenario Imperio del Centro.

El actual liderazgo chino, concentrado en el presidente, secretario general del partido y máximo jefe del Ejército Popular, Xi Jinping, ha reforzado precisamente esa perspectiva épica y unionista en respuesta a las tensiones territoriales y la ha conjugado con un giro personalista y autoritario que ha roto con los consensos colegiados de los últimos decenios.

Todo ello le sirve además a Xi para salir al paso de las periódicas pero insistentes muestras de malestar por las crecientes desigualdades sociales inherentes al espectacular crecimiento económico chino. Una especie de resurrección-emulación de Mao, pero sin maoísmo.

Hablar de crecimiento económico espectacular es quedarse corto. China representa actualmente el 16% del PIB. De ser en 1949 un país eminentemente agrícola y sometido a periódicas hambrunas –para ser junto con India el país más poblado del mundo cuenta con proporcionalmente poca tierra cultivable (el 8º país del mundo)– ha pasado no solo a alimentar a toda su población –ha anunciado que el año que viene desterrará los últimos restos de pobreza extrema– sino a convertirse en una sociedad ya mayoritariamente urbana, con decenas de megaurbes que se cuentan entre las más pobladas del mundo.

Siguiendo con esa transformación social impresionante, China ha pasado de ser en las últimas décadas una inmensa fábrica con cientos de millones de obreros a concentrar la mitad de la clase media mundial.

Su desarrollo tecnológico es tal que no tiene nada que envidiar a Silicon Valley. Al contrario, los expertos apuntan a que la guerra comercial que le han declarado los EEUU de Donald Trump, con la ramificación correspondiente en la ofensiva contra Huawei, no esconden sino una contraofensiva a la desesperada por frenar la consolidación de China como primera potencia tecnológica mundial.

Todo ello ha sido posible por el proceso de apertura económica –«economía socialista de mercado»– que, a la muerte de Mao, «el Gran Timonel», imprimió uno de sus lugartenientes durante la Gran Marcha, Deng Xiaoping. Purgado en la Revolución Cultural, el «pequeño timonel» abrió la economía del país, tanto al interior como al exterior, con el famoso lema de «gato blanco, gato negro... lo importante es que cace ratones».

Desde entonces, el PCCh ha fiado la pervivencia del sistema que instauró en 1949 en el progreso económico no ya lineal sino progresivo. Y, hasta la fecha, ha cumplido con creces con esa suerte de «contrato social» tácito con la población china. Al punto de que es un hecho que esta apoya mayoritariamente al régimen.

Otra cosa es que esa vinculación entre legitimidad política y progreso socioeconómico ininterrumpido se expone a riesgos en la medida en que el sistema está obligado a garantizar este último, siempre y por encima de cualquier contingencia.

Conviene recordar que ese riesgo no es exclusivo de China. Esa falta de progreso –unida a la percepción de estancamiento– estuvo en el origen, entre otros factores, del desplome de la URSS y explica, más cerca en lo geográfico, la crisis de las democracias occidentales, incapaces de frenar el debilitamiento de la clase media y de asegurar que los hijos no vivirán ya peor que sus progenitores.

También China da algunas señales de crisis de crecimiento. A la guerra comercial decretada por el «gigante americano», y cuyos efectos ya se sienten en el día a día de los ansiosos consumidores chinos, se suma la relativa ralentización de su economía –lo cierto es que crece a un 6%, pero tras décadas de crecimiento de dos dígitos–.

Todo ello en un contexto en el que China está enfrascada en una compleja transición de un modelo exportador a otro basado en el consumo interno de su largo millardo de habitantes y, sobre todo, de los cientos de millones que componen su emergente clase media.

Sin olvidar el impacto de crisis periódicas y que tienen que ver con la dependencia del país de las importaciones en una economía global, como la que de la mano de una peste porcina con origen en África ha disparado el precio de la carne de cerdo, impactando directamente en los consumidores chinos, cuya dieta depende en buena medida de este alimento.

No parece, sin embargo, que la economía vaya a ser, ni siquiera a medio plazo, un talón de Aquiles para China. Y, mientras no lo sea, el PCCh tiene asegurada la fidelidad, más o menos interesada, no ya de sus 90 millones de afiliados –incluidos empresarios con carnet– sino de la mayoría silenciosa del país.

Esta última, y como contrapartida al «contrato social» antes mencionado, acepta el imperio del PCCh como partido único y/o dirigente.

Esta condición, marcada ya en el inicio del proceso de reformas iniciado por Deng a finales de los setenta, se convirtió en clave ineludible tras el hundimiento de la URSS en 1989, ¡72 años! después de la Revolución de Octubre. Lo que coincidió con la masacre de Tiannanmen, cuando el régimen aplastó sin contemplaciones una protesta estudiantil que exigía acompasar la reforma económica con cierto aperturismo político en clave occidental.

Es ese miedo a los efectos de una apertura que, en el caso de la Perestroika y la Glasnost soviética, llevó al final de la URSS el que, con más o menos razones, mueve o, mejor dicho, tiene un efecto paralizador –para algunos analistas chinos políticamente paralizante y peligroso– en la evolución política del país.

Razones o temores infundados, por cuanto China parece lejos, tanto ahora como hace 30 años, de la crisis existencial que afectaba en los ochenta a la URSS y satélites. Y por cuanto que el nacionalismo panchino apunta a una mayor consistencia que la ambición global que trató de proyectar, al final sin éxito, el mundo soviético.

Sea como fuere, la respuesta expeditiva de China a las tensiones territoriales internas –colonialismo puro y duro en Tíbet, conjugado en Xinjiang con «campos de reeducación» polpotianos–, oculta precisamente una debilidad.

Debilidad patente a la hora de abordar una cuestión ya no étnica sino geo-política como la revuelta de Hong Kong, que apunta a un repunte estos días. Y que, en la medida en que se plantea en clave nacional, puede tener un impacto directo en Taiwán y en los planes de anexión de una isla, Formosa, donde Chiang Kai-Shek y los suyos se refugiaron huyendo de la República Popular China hace justo hoy 70 años.