El Tribunal Supremo ha desestimado la acusación de rebelión contra los líderes independentistas catalanes y la ha sustituido por la de sedición, lo que ha producido una rebaja de las penas posibles, aunque las condenas emitidas sigan siendo una barbaridad. Pero que el delito de rebelión se mantuviera durante toda la instrucción tuvo en su momento consecuencias políticas. En base a ello, el juez Pablo Llarena suspendió la condición de parlamentarios a seis imputados, apoyado en un artículo de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que suspende automáticamente la condición de cargo público aunque no haya sentencia firme a la «persona integrada o relacionada con bandas armadas o individuos terroristas o rebeldes».
En base a esta decisión judicial, el independentismo estuvo en minoría en el Parlament durante varios meses. Es decir, con el actual delito de sedición esto no hubiera ocurrido, pero la acusación de rebelión permitió a la judicatura español alterar la decisión soberana del pueblo catalán en la elección de sus parlamentarios. Y lo mismo ocurrió cuando algunos de los acusados pasaron a ser diputados y senadores en Cortes españolas y también se les retiró el cargo, cambiando la correlación de fuerzas en el Congreso de los Diputados, con las consecuencias que ello hubiera podido tener si las investiduras hubieran corrido por otros caminos.
En el caso de Altsasu, la Audiencia Nacional determinó que no había delito de terrorismo, pero ello no impidió que condenara a los jóvenes a penas bárbaras, superiores en ocasiones a las condenas que han sufrido miembros de organizaciones armadas.
En este caso, esa tipificación de los hechos como terrorismo, hecha por una denuncia de Covite, hizo que la Audiencia Nacional arrebatara el caso a los tribunales naturales navarros. A nadie se le escapa que el propio hecho de que la instrucción y el juicio se desarrollara en el tribunal especial madrileño ha tenido una incidencia capital en las condenas. La Audiencia Nacional retiró el delito de terrorismo pero no devolvió la causa e los tribunales navarros, de nuevo con terribles consecuencias para los acusados.
También Baltasar Garzón utilizó una trampa en la instrucción para poder cerrar “Egin”, acusando a los detenidos de «pertenencia a organización terrorista». Si la acusación hubiera sido la de «colaboración», como finalmente dictaminó en parte la Audiencia Nacional y después el Tribunal Supremo, el cierre no se hubiera podido ordenar, pero para cuando llegó la rectificación, incluida la negación de la causa de ilicitud contra la empresa editora, era demasiado tarde.
Con las trampas de la instrucción, la banca represiva siempre gana y las condenas añadidas llegan antes del juicio.