Albert NAYA MERCADAL

«Nos dijeron que las puertas estaban abiertas para cruzar»

Muchos son afganos y dejaron lo poco que tenían cuando «Erdogan nos dijo que las puertas estaban abiertas». Les engañó. Muchos han decidido volver a «sus» ciudadaes turcas de acogida. No todos. «Volveré a intentarlo aunque los policías griegos me maten».

Las posiciones turcas en Idleb ardían hace dos semanas ante el bombardeo del Ejército de al-Assad y morían más de una treintena de soldados turcos. El presidente turco convocó de forma urgente a su Gabinete: Recep Tayyip Erdogan no tardó ni unas horas en dar la orden –no verbalizada inmediatamente ante los medios– de abrir las fronteras, y muchos refugiados hicieron las maletas esa misma noche. Lo tenían todo previsto: cruzarían a tierras griegas y después enfilarían hacia el centro de Europa. Pero antes debían deshacerse de lo poco que –algunos– tenían: casa y trabajo. «Llamé a mi jefe desde Pazarkule (paso fronterizo entre Turquía y Grecia), le dije que no volvería nunca más», narra Emir, refugiado afgano.

No fue el único. Muchos de los refugiados que viajaron a la frontera, 13.000 según la Organización Internacional para las Migraciones, lo dejaron todo para lograr el sueño de cruzar a la Unión Europea. Pero no contaron con algo: Turquía abría fronteras, pero las griegas estaban totalmente cerradas. Y los refugiados, que de forma ingenua acudieron en masa a la llamada de Erdogan se encontraron con una policía griega cuadrada y armada hasta los dientes. El gas y los cañones de agua fueron el recibimiento heleno para los refugiados que intentaran cruzar; pero otros fueron, incluso, menos afortunados y recibieron fuego –presuntamente– real.

«Lo intentaré de nuevo»

Mohammed Savas es afgano y huyó de la guerra en su país. Solo tiene un par de plásticos con los que cubrir a sus pequeñas del frío nocturno. Su único objetivo ahora buscar desesperadamente en los campos del paso de Pazarkule un par de estacas de hierro que sustenten un refugio para su familia. «Salimos de Afganistán hace 3 años, mi mujer y yo, y luego nacieron nuestros dos niños» dice mientras señala un carrito envuelto en mantas y donde se insinúan dos caras al descubierto. «Me da igual a dónde ir: Francia, Alemania, Italia, donde sea. Aquí la vida es muy difícil», explica.

Este afgano, que no supera los 30 años de edad, carece de trabajo y Turquía le ha cerrado cualquier puerta para tener una vida digna. «La situación me obliga a trabajar ilegalmente», dice. La mayoría de los que se agolpan en Pazarkule tienen poco que perder. Afganos, sirios, paquistaníes, iraníes o somalíes, forman parte del caos en la frontera. Aupados por el deseo de cruzar la valla que divide ambos países, intentan sortear a su enemigo, que lleva uniforme de policía griego.

Pero otros prefieren ser más sutiles. A pocos kilómetros, a las orillas del río que divide ambos países, el Evros, se agolpan miles de refugiados con el afán de cruzar. Sus caras reflejan hartazgo. «Hemos comprado una barca hinchable», dice uno, mientras mira al otro lado de la orilla. Solamente les separan 50 metros de su sueño, Grecia. Pero al fondo asoma un militar griego: «¡Malaka! (cabrón)», grita un refugiado desde Turquía. Grecia está a pocos metros, pero no terminan de cruzar: saben que hacerlo no garantiza quedarse en la UE debido a la extendida práctica de las deportaciones en caliente. El ministro de Interior turco, Suleyman Soylu, fue claro al respecto: «Estamos desplegando 1.000 policías de la fuerza especial en la frontera para evitar las deportaciones».

Cerca de Edirne, un grupo de afganos camina cabizbajo: acaban de ser deportados. «Lo intentaré de nuevo. Cuando termina nuestra esperanza comienza nuestra obstinación. Juro que lo intentaré de nuevo, aunque me maten (los griegos). No temo a la muerte. Porque en este mundo estamos sólo de paso. El otro mundo es el único verdadero, sólo después de la muerte».

La estación de autobuses ha sido estos días un improvisado campo de refugiados. Muchos se aferraban a la idea de esperar. Pero los ánimos decaían a medida que pasaban los días y muchos decidían volver a sus ciudades turcas de acogida. «Nos sentimos engañados: Erdogan nos dijo que las puertas estaban abiertas, pero hemos llegado y nos han gaseado», se lamenta y denuncia Magan.