Periodista / Kazetaria
Elkarrizketa
Antoni Batista
Escritor y periodista

«La máxima del ‘todo es ETA’ se está aplicando hoy contra el independentismo catalán»

Después de treinta años escrutando la realidad vasca, Antoni Batista (Barcelona, 1952) publica ‘‘ETA i nosaltres’’ (Editorial Pòrtic), mezcla de vivencias y apuntes para la reflexión con la que acerca al lector a la relación de la ahora desaparecida organización con Catalunya.

Antoni Batista. (Creative Commons)
Antoni Batista. (Creative Commons)

Probablemente ‘‘ETA i nosaltres’’ sea la obra más compleja para Antoni Batista, el primer periodista que entrevistó a la dirección de ETA para un medio de fuera de Euskal Herria y que, con sus crónicas lúcidas y cercanas, mejor ha interpretado la «polifonía política vasca». Una partitura donde, entre otros actores, aparecen los que fundaron ETA, como Iulen de Madariaga, y la cerraron, caso de Arnaldo Otegi, con quienes mantiene una estrecha amistad y a quien ha dedicado dos de sus libros.

Al inicio de «ETA i nosaltres», su décimo libro sobre el contencioso, sitúa la intersección entre ETA y la sociedad catalana mucho antes de la aparición de la organización. ¿Había que ampliar el foco y mirar un poco hacia atrás?

Creo que, en una visión retrospectiva, hay que referirse a personas como Josep Benet, el histórico dirigente del PSUC que a través del PNV conectó con el que entonces era el embrión de ETA, encarnada en la figura de Iulen de Madariaga. Su vínculo con Madariaga me permite explicar la relación que, con sus contratiempos, mantienen los dos respectivos pueblos.

Cuando ETA empieza a actuar en 1968 el independentismo catalán plantea otro camino que no pasa por el uso de las armas. Marcan dos vías diferentes.

Responde al hecho que en Euskadi el imaginario simbólico de nación se basa en la resistencia atávica, que muy singularmente la izquierda abertzale la remonta a la lucha contra la romanización, la batalla de Arrigorriaga, las guerras carlistas, la Guerra Civil del 36 y ETA.

La resistencia se incorpora como un hilo conductor, mientras que en Catalunya la concavidad integra el pacto. Es decir, asumimos las derrotas de nuestros antepasados en 1640 y en la Guerra de Sucesión de 1714, de manera que proyectamos el imaginario según el cual no podemos derrotar a España por la vía militar, sino que hay que combatirlo por otras vías que tampoco garantizan la victoria pero que hacen la derrota menos costosa humanamente.

Entrando en el tardofranquismo, ETA encuentra en Catalunya un suelo donde cobijarse. ¿Esto indica una cierta admiración hacía la épica vasca?

Catalunya se convierte en un cuartel de invierno, pues proporciona refugio a muchos activistas en parroquias, iglesias y pisos particulares. Pero el apoyo no solo es del independentismo, que entonces era residual. El espectro abarca desde la democracia cristiana, hasta la iglesia y personas que lo hacen por un sentido estrictamente humanitario o porque, en definitiva, se trataba de una expresión de resistencia antifranquista. Muestra de ello son los comités de solidaridad que la Organización de Bandera Roja montó para Juan Paredes, Txiki, fusilado en 1975 y a quien los abogados Marc Palmés y Magda Oranich le llevaron la defensa. Pero antes hay que destacar la protesta de intelectuales en el convento de Montserrat para denunciar el Proceso de Burgos en 1970 o el apoyo que recibieron en Catalunya muchos jóvenes vascos que se escapaban del estado de excepción decretado en 1969. Aún recuerdo cuando el abad Cassià Just me confesó que en Montserrat se escondían militantes vascos y que, para acogerlos, solo les pedían que no entraran con armas. Se refería a miembros de ETA.

¿Se forjó una estrecha afinidad con el antifranquismo catalán?

También hay que recordar la fuga de la cárcel de Segovia el 5 de abril de 1976, que protagonizaron 24 militantes de ETA y cinco catalanes del FRAP, o el intento de asalto de la caserna militar de Berga el 16 de noviembre de 1980 por parte de un comando formado por diez independentistas vinculados al PSAN con el apoyo de la organización armada. En cualquier caso, procuro explicar estos vínculos desde una mirada catalana, ni española ni aun menos manipulada, como es el caso de ‘La línea invisible’, ‘Patria’, ‘El desafío’ y otras series que se proyectan estas semanas.

Se ha hablado mucho de las relaciones entre ETA y Terra Lliure. ¿Qué hay de cierto?

Existe un mito en torno a la coordinación entre las dos organizaciones, cuando, según gente próxima a ellas, los contactos eran inexistentes y, como máximo, se circunscribían a una cierta cordialidad diplomática. Al margen de que la violencia de Terra Lliure se reducía a hacer propaganda con acciones que buscaban visualizar un foco de resistencia, con lo cual representan dinámicas muy diferentes.

¿Sabe si ETA debatió sobre si su presencia en Catalunya podía perjudicar al soberanismo catalán?

Lo confirma el atentado de Hipercor de junio de 1987, ante el cual la misma pareja de Santi Potros, acusado de ser el inductor, me confesó que no podía creerse aquella acción. Quedó perpleja, y de hecho el atentado generó las autocríticas más importantes que ha afrontado ETA en su interior, más aún cuando Herri Batasuna había cosechado 39.000 votos en Catalunya en las elecciones europeas celebradas nueve días antes. Jon Idigoras me llegó a decir que «algo se ha roto» con Catalunya, hecho que obligó a ese mundo a trabajar de nuevo para recuperar el afecto de los catalanes.

A ojos de la opinión pública, Idigoras nunca pasó por ser un «hombre de paz», pese a que en el libro reivindica su contribución para ese escenario. ¿En qué medida fue determinante?

Idigoras siempre apareció en los medios como alguien terrible, cuando él, Iulen de Madariaga y Antxon Etxebeste, el primer gran arquitecto de la paz, habilitaron las condiciones para que se avanzara para al cese de la violencia armada. Junto al resto de los llamados ‘comandantes’, caso de Txomin Ziluaga, Itziar Aizpurua y otros referentes de Herri Batasuna, legaron el movimiento a Arnaldo Otegi, que después hizo de puente para el desarme y la nueva generación que hoy lidera la izquierda abertzale.

Por aquellos años se especulaba que ETA podía atentar durante los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992. ¿Sabe qué ocurrió?

Es una de las consecuencias de las negociaciones que mantuvo con el Estado en Argel en 1989. Y así nos lo aseguró la dirección de ETA en la entrevista que nos concedió a Josep Playa y a mí. Esa decisión, promovida por Antxon Etxebeste y Josu Ternera, se enmarcaba en la apuesta de la organización por entablar contactos con las instituciones que hicieran falta, entre ellas la Generalitat de Catalunya. De manera que no atentar en los Juegos no fue producto de la presión policial, por intensa que fuera. Se trató de una decisión muy meditada por parte de ETA.

Después vino un largo período que desembocó en la tregua decretada en setiembre de 1998, tras la cual ETA adoptó una estrategia en la cual incluyó entre sus objetivos a la clase política. Una de las víctimas fue el exministro del PSOE Ernest Lluch, entonces militante de Elkarri y amigo suyo, muerto el 21 de noviembre de 2000 en Barcelona. ¿Cómo vivió aquel episodio?

Seguramente fue el reto más importante que nunca he tenido que afrontar en términos periodísticos: separar la dimensión ética de la deontológica. Y lo tuve muy claro: había que dar voz al Estado, a las fuerzas políticas y a las víctimas, pero también a ETA. Y hacerlo sin transmitir la visión que desean sus enemigos y que hoy vemos en ‘Patria’, que si bien refleja perfectamente el duelo de la víctima, da una imagen tendenciosa que nada tiene que ver con la realidad.

Ante estas miradas unívocas, su aproximación a Euskal Herria le ha llevado a hacer pedagogía en torno a la complejidad del conflicto.

Si hablo de la ‘polifonía política vasca’ es porque en la partitura tienen que figurar todas las voces, con el plano sonoro que cada una merezca. Después, si esto deriva en una metafunción de tipo pedagógico, pues mejor, pero no me lo planteo. Sólo he intentado hacer bien mi tarea.

Conoció de cerca los entresijos del encuentro que mantuvo Josep Lluís Carod-Rovira en Perpinyà con Josu Urrutikoetxea y Mikel Antza en enero de 2004. ¿Cree que fue útil?

Todos los intentos de diálogo son útiles, pues la paz es la suma de muchos actos de este tipo. Y en el caso de Euskadi, la partitura comprende las negociaciones de Alger, el acuerdo de Lizarra, los encuentros con Rodríguez Zapatero y la conferencia internacional de Aiete. Pero también el gesto de Carod-Rovira o la actitud de muchas víctimas catalanas que, lejos de seguir la corriente del ‘ni olvido ni perdono’, han tenido una actitud propositiva. Me refiero a Robert Manrique, herido en Hipercor, o Rosa Lluch, la hija de Ernest Lluch, que con sus apelaciones al diálogo ayudaron a allanar el camino de la paz. Una paz no reducida a la mera ausencia de la violencia, sino basada en la convivencia y la reconciliación.

Parece que la plantilla vasca del «todo es ETA» se está utilizando actualmente con el objeto de perseguir la disidencia política. ¿Qué opina a este respecto?

Sin duda. Esta teoría acuñada por Jaime Mayor Oreja se está aplicando hoy para ampliar el radio de criminalización a todo el independentismo catalán. De hecho, el macrosumario 18/98 se asemeja mucho a las actuaciones que los aparatos del Estado ejercen contra los dirigentes del Procés. Un estrategia que busca extender el terrorismo a expresiones políticas y sociales que, como las catalanas, siempre han sido pacíficas