Donald Trump, aires de grandeza en un ambiente irrespirable
Donald Trump nunca habla de su programa político, no se estudia los informes técnicos. Su lenguaje incendia. No le incomoda la violencia y, según sus propias palabras, «podría disparar a la gente en la Quinta Avenida y no perdería votos».
Nació en Queens (Nueva York) en junio de 1946, aunque recientemente ha cambiado su residencia habitual de Manhattan a Palm Beach (Florida). Es el presidente número 45 de EEUU. Ha estado casado durante los últimos quince años con su mujer Melania, y son padres de un hijo. También tiene otros cuatro hijos e hijas adultos y diez nietos.
Donald Trump siguió los pasos de su padre como magnate inmobiliario, dejando su huella en la ciudad de Nueva York. Su nombre rimaba con grandilocuencia, era, a su manera, un prestigioso hombre de poder en Manhattan y en el mundo; una dirección a la que había que visitar para hacer negocios y tratos de los grandes. Se crió y creció en Nueva York, que Trump definió como el sitio «donde las ruedas de la economía global nunca dejan de rodar, una metrópolis de hormigón, fuerza y propósito que impulsa el mundo empresarial». Se proyecta a sí mismo como un guerrero hábil y con coraje, que lucha por lo que importa en un mundo darwiniano. Para él, «Manhattan es un lugar difícil, una verdadera jungla. Si no tienes cuidado pueden morderte y escupirte, pero si trabajas duro, puedes lograr hacer algo grande, y me refiero a realmente grande».
Invitado estrella en populares programas de televisión, siempre se mostró orgulloso de proclamarse a los cuatro vientos como milmillonario, aunque distintas investigaciones periodísticas apuntan que las deudas de su imperio empresarial también son milmillonarias. Pero para sus seguidores, su vida es la definición perfecta de una historia de éxito, un ejemplo de excelencia en los negocios, sea en el sector inmobiliario, en el show-business, o en la política. Y encima consiguió algo extraordinario, fue capaz de lograr lo que nunca antes nadie había logrado: ganar la presidencia de EEUU en la primera candidatura para cargo público de su vida.
Anunció su candidatura a la Presidencia en junio de 2016 y fue nominado candidato tras imponerse en unas primarias republicanas con diecisiete candidatos. Perdió en voto popular ante Hillary Clinton pero ganó la Presidencia prometiendo acabar con el bloqueo partidista del Capitolio, doblegar la resistencia del stablishment de Washington y de los grupos de interés.
Partidario sin complejos de los recortes, de pagar menos impuestos y de tener menos regulaciones, siempre ha estado más interesado en la independencia energética de su país que en la energía limpia, en mantener abierto el grifo de dinero público para el Ejército, y sobre todo en proteger las fronteras de Estados Unidos. ‘America Great and First’ ha sido el lema de su política, y hasta la aparición del virus, su política económica presentaba muy buenos números y parecía su carta ganadora para los comicios. Luego, con el covid-19, sobre todo con su gestión de la crisis sanitaria de la pandemia, todo cambió.
Nunca habla de su programa político, no se estudia los informes técnicos. Su lenguaje incendia. No le incomoda la violencia y, según sus propias palabras, «podría disparar a la gente en la Quinta Avenida y no perdería votos». Narcisista, amante de la grandiosidad, de la permanente notoriedad, parece haber conseguido algo raro y extraordinario, no tener problemas de conciencia, «vivir sin ser molestado por el resonar del alma».
La vida le ha enseñado, según sus propias palabras, que «el hombre es el más cruel de todos los animales y la vida es una serie de batallas que terminan en victoria o en derrota». Amante del fútbol americano y del boxeo, a menudo se comporta como un matón que no controla sus impulsos, que muerde y ridiculiza a quienes cuestionan sus tácticas. Trump siempre es parcial y partidista, rara vez se le ha visto comportarse como un estadista. Utiliza el púlpito presidencial para engrandecerse y al hacerlo, a menudo, despierta los peores impulsos en otros. Quizá no sea el único culpable de la división del país, pero sí se le podría culpar de no apaciguar los ánimos, de no calmar la situación, de no desentenderse de los sectores más ultras y destructivos de sus propias filas.
Su temperamento, sus motivaciones y características, la concepción que tiene de sí mismo predicen cómo piensa, su estilo de liderazgo y las decisiones que toma. Se ha visto durante la gestión de una pandemia que definitivamente dañará su legado y quizá entierre también sus posibilidades de reelección. Para él, es el ‘virus chino’ propagado gracias a la ineptitud de la Organización Mundial de la Salud y a los «idiotas y desastrosos» expertos en salud. Ante tantas muertes y contagios, ante tanta devastación económica, tanta crispación y tensión social, ha intentado dar otra forma a la narrativa y aparecer como un salvador. Con su típica teatralidad, el ‘guerrero’ Trump ya no compite contra el oponente Biden, sino contra el virus. Paradójicamente o no, en vísperas de la cita electoral contrajo el virus y lo ‘derrotó’, convirtiendo su recuperación en un éxito televisivo. El ‘ser superior’ había ganado al virus, estaba mejor que nunca, dando mítines a gente sin mascarilla, proclamando sus ganas de dar besos a todos y «a todas las mujeres bonitas».
Nunca hay que subestimar a Trump, a su dineral, al talento que tiene a su lado, ni a los intereses internacionales y grandes corporaciones que ha posicionado a su favor. Trump siempre ha tenido estrategia, nunca ha sido un bufón sin plan. Dicho eso, hay que decir que le ha faltado mucho, decencia y disciplina por ejemplo, y eso ha dañado a su país, que no es ni más grande ni más fuerte tras cuatro años de presidente. Otros cuatro y quizá todo lo que ha sido EEUU como sistema político, como arquitectura de país, como democracia, salte por los aires. Según dicen los que le temen, esa es su amenaza.
Todo esto y más cabe en un papeleta de voto. Todo está en juego y con Trump nunca se sabe.