Dabid Lazkanoiturburu
Nazioartean espezializatutako erredaktorea / Redactor especializado en internacional

Trump se va, ¿lo harán los que le siguieron hasta el Congreso?

Asaltantes en las escaleras del Capitolio. (Samuel CORUM/AFP)
Asaltantes en las escaleras del Capitolio. (Samuel CORUM/AFP)

Se acabó. Trump acaba de reconocer su derrota y ha prometido facilitar la transición ordenada del poder tras un asalto de sus secuaces al Congreso que ha dejado a la altura del barro a la «primera democracia mundial» y ha generado unas reacciones mundiales que van desde el bochorno de sus aliados hasta la carcajada irónica de los países a los que EEUU ha dado lecciones, e impuesto sanciones, cuando no guerras, por su desprecio a los valores democráticos.

Fiel a la estrategia de atizar la ira popular contra la clase política –que le llevó a la Casa Blanca en 2016 tras fagocitar al Partido Republicano–, el magnate diseñó ya meses antes de las presidenciales de noviembre de 2020 una campaña de presión con tres patas, judicial, política y popular, en previsión de la victoria de su rival.

Los casi 75 millones de electores que le votaron –un récord no solo para un candidato (nominalmente) republicano sino en términos absolutos –en medio de una gestión desastrosa de la pandemia y la consiguiente crisis económica–  fueron para él un acicate para tratar de deslegitimar el rotundo (82 millones de votos), pero a la postre ajustado triunfo del demócrata (a Trump le habrían bastado poco más de 30.000 votos en circunscripciones concretas de varios estados clave para ganar en votos electorales).

Encolerizado, y poco acostumbrado a reconocer cuando pierde –siempre ha sabido enjuagar sus no pocas quiebras empresariales con mentiras y con inyección de dinero público–, Trump inició una campaña de recursos judiciales contra los recuentos de infarto en varios de esos estados. Más de 60 veces los tribunales le han dicho que no, uno de ellos el mismo Supremo que el propio presidente saliente ha llenado de jueces conservadores, cuando no ultras. Ni por esas, y además por unanimidad.

En paralelo, Trump y los suyos iniciaban una campaña de presión al Old Party, que ha combinado la destitución de los miembros de su gabinete que se negaron a secundar sus planes y el acoso a la propia mayoría republicana en el Senado, amenazando con vetar sus iniciativas legislativas (plan de estímulo anti-Covid, presupuestos de la Administración y de Defensa…).

En esas llegamos al 6 de enero, fecha que quedará marcada como uno de los días más aciagos en los 250 años de historia de EEUU.

Pese a su implicación directa en campaña, Trump asiste a un recuento en Georgia, también de infarto, que da «de facto» la mayoría en el Senado a los demócratas, reforzando una victoria de Biden que ese mismo día debe ser ratificada por el Congreso.

El presidente saliente ha logrado alinear a un número insuficiente de senadores –entre ellos al tejano Ted Cruz- y congresistas republicanos para que boicoteen el trámite. Y hace un último intento apelando a quien presidirá el acto, su vicepresidente Mike Pence.

Pero el cristiano integrista Pence no es suyo; quizás nunca lo fue, como no lo es la élite del Viejo Partido, y le responde con otro no.

En un último intento, cientos y cientos de entre los seguidores de Trump que en realidad seguirían a cualquiera que, como él, les regala los oídos con una mezcla de nostalgia racista, clasismo del desesclasado y retórica anti-socialista,  irrumpen en el Capitolio armados de un odio atávico a la evolución de los tiempos y maravillados, como niños, por su «hazaña».

Una «hazaña» que a la postre, y paradójicamente, confirma la derrota de Trump. El magnate se ha pasado de frenada al galvanizar a los suyos y ha conseguido enajenarse a no pocos republicanos que le apoyaban hasta ahora y que muestran una hipócrita indignación por un desenlace al que ellos tanto han contribuido.

Acostumbrado a hacerlo en sus negocios y con su diplomacia «empresarial», Trump ha bailado en la línea que asoma al vacío y ha errado el cálculo.

Al punto de que, si sumamos a ello la facilidad con que los asaltantes entraron al Congreso –¿descoordinación policial?, ¿status especial de Washington D.C.?, cuando la convocatoria fue realizada con semanas de antelación–, el resultado abona otra vez las manidas teorías conspirativas sobre si «dejaron hacer»

El tiempo dirá si la caída de Trump es definitiva, pero todo apunta a que quedará relegado no al olvido, sino al mayor de los oprobios en las páginas de la historia del país.

Pero algo mucho más importante se ha roto en EEUU. ¿Sobrevivirá el viejo partido de Lincoln? ¿Serán capaces los demócratas de edificar sobre los restos de un Congreso y un país saqueado y mancillado? ¿Evitarán los polarizados Estados «Unidos» de América revivir la pesadilla y el fantasma de la Guerra Civil?

Porque Trump habrá reconocido su derrota. Pero los que asaltaron ayer el Capitolio no lo han hecho. Ni lo harán.