A sus 78 años, el viejo león de la política, con una vida marcada por tragedias, tendrá que poner a prueba su imagen unificadora de un país profundamente dividido. Joseph Robinette Biden Jr. nació el 20 de noviembre de 1942 en Scranton, Pensilvania. En la década de 1950, la ciudad industrial atravesó tiempos difíciles. Su padre buscó trabajo en el vecino Delaware y finalmente instaló a toda la familia en Wilmington.
De niño sufrió burlas por su tartamudeo y asegura haber aprendido solo, frente al espejo, a superar su discapacidad.
Su carrera nacional comenzó en una transición repentina del triunfo al dolor, con 29 años. Recién elegido senador por Delaware, celebraba rodeado por su familia su victoria en noviembre de 1972. Un mes después, su esposa y su hija de un año mueren en un accidente de tráfico y sus dos hijos resultan heridos.
Este drama, seguido de la pérdida de su hijo mayor en 2015 por cáncer cerebral –un golpe que le impidió lanzarse a las presidenciales de 2016– alimenta la empatía y compasión que ofrece a los estadounidenses. En 2021 siguen sus discursos apasionados, pero sus piernas ahora parecen frágiles. Algunos, incluso entre sus seguidores, temían que Biden, propenso a cometer errores y deslices, tropezara o incluso colapsara durante su larga batalla contra el estilo agresivo de Donald Trump.
El covid-19 le privó desde marzo de uno de sus activos: el contacto directo con los votantes, pero, según sus detractores, también le permitió reducir los discursos y las preguntas de la prensa al mínimo y, en consecuencia, las meteduras de pata.
Trump lo apodó «Sleeping Joe» (Dormilón Joe), y lo atacaba por su forma física y mental, describiéndolo como un anciano senil. Pero Biden ya echó por tierra las predicciones con una victoria triunfal en las primarias demócratas, a pesar de un mal comienzo, y unió al partido con el mismo objetivo: vencer a Trump.
Queda por ver si, demasiado apegado al establishment, podrá contentar al ala izquierda una vez sentado en el Despacho Oval.
Senador durante más de 35 años (1973-2009) y luego vicepresidente (2009-2017), ha recorrido durante décadas los pasillos del poder en Washington.
Una larga vida política salpicada de episodios controvertidos, pero esgrime éxitos. En la década de 1970, en medio de la desegregación, se opuso a la política de los «autobuses», destinada a transportar a los niños negros en autocar a escuelas predominantemente blancas para promover la coeducación.
Esta posición satisfizo a los votantes blancos en Delaware, pero lo persiguió décadas después, cuando la senadora Kamala Harris, entonces su rival en las primarias, lo criticó en un debate televisado.
Otros episodios empañaron su campaña: su voto a favor de la guerra de Irak en 2003 o la tormentosa audiencia del Senado en 1991, bajo su liderazgo, de Anita Hill, quien acusó al candidato a la Corte Suprema Clarence Thomas de acoso sexual.
Y su firme apoyo a una «ley criminal» de 1994, considerada responsable de que se disparara el número de detenidos, entre ellos una gran proporción de afroamericanos.
«Un error», reconoce hoy Biden, quien insiste en otra parte de esta reforma: una ley contra la violencia sobre las mujeres, de la que dice sentirse orgulloso.
En medio de la crisis financiera, como vicepresidente, trabajó para que el Congreso adoptara un vasto plan de recuperación, que ahora subraya como referente de su capacidad para reactivar la economía, esta vez lastrada por la pandemia.
Las formas demasiado «táctiles» de Biden han sido denunciadas por mujeres que encontraron inapropiados estos gestos. Prometiendo ahora prestar atención al «espacio personal» de los demás, tuvo que disculparse en abril de 2019 para evitar esta polémica que amenazaba su candidatura. Una mujer, Tara Reade, afirma que Biden la agredió en los 90, lo que él niega categóricamente.
Su hijo Hunter es objetivo habitual de las acusaciones de los republicanos de haber «cobrado un acceso» a su padre cuando era vicepresidente y de corrupción en negocios en Ucrania.