La huida hacia delante de Alexandr Lukashenko, estrategia o improvisación

Tras el desvío de un avión comercial de Ryanair que cubría la ruta Atenas-Vilna por parte de las autoridades bielorrusas parece empezar un nuevo ciclo de confrontación entre Minsk y Occidente.

Alexandr Lukashenko y Vladimir Putin.
Alexandr Lukashenko y Vladimir Putin.

El 23 de mayo, valiéndose de un supuesto aviso de bomba anónimo, las autoridades bielorrusas forzaron a aterrizar en Minsk un avión de la compañía Ryanair que se dirigía de Atenas a Vilna (Lituania). A bordo iban dos activistas contrarios al régimen de Lukashenko, el bielorruso Roman Protasevich y la rusa Sofia Sapega. Su como poco rocambolesco arresto ha reactivado la confrontación entre Minsk y Occidente. Ello puede suponer la aceleración del giro de Bielorrusia hacia la fusión con Moscú y, al mismo tiempo, agudizar los problemas internos y la división en la sociedad bielorrusa.

Los países de la Unión Europea han reaccionado de manera casi unánime condenando la acción de las autoridades bielorrusas. Se piden nuevas y mayores sanciones contra el régimen de Alexandr Lukashenko. También se ha recomendado a las compañías aéreas no sobrevolar Bielorrusia. Los países de la región, como los bálticos o Polonia, hablan incluso de cerrar completamente la frontera y así impedir la circulación de mercancías. Mientras que Bielorrusia se defiende alegando que siguió todos los protocolos de seguridad al hacer aterrizar el avión y que Protasevich y Sapega realizaban actividades criminales contra el estado bielorruso.

Sin embargo, las razones de este arresto y sus consecuencias pueden ser la punta del iceberg del giro hacia el este que está efectuando Minsk desde el año pasado. Tras las fraudulentas elecciones de agosto de 2020, Bielorrusia se ha visto inmersa en una gran ola de protestas. Estas solo han podido ser frenadas con una represión masiva. Muchos bielorrusos contrarios a Lukashenko, que lleva en el poder desde 1994, han sido detenidos o han tenido que exiliarse. La reacción de los países occidentales ha sido condenar las acciones del presidente, pero no así las de Moscú o Pekín. Rusia, que mantiene una alianza estratégica con Bielorrusia, llegó incluso a preparar fuerzas policiales para enviar al país vecino si la situación empeoraba.

Fue una señal inequívoca de que no iban a permitir un cambio de régimen no controlado o promovido por el Kremlin. Tras los casos de Georgia y Ucrania, dónde el cambio de dirección supuso que estos países se volvieran hostiles a Rusia, Moscú parece empeñado en no permitir ningún cambio si tiene sospechas de que Occidente puede estar detrás. Por ello, se empeña, a pesar de todo, en apostar por un Lukashenko que en el pasado ha hecho más de un feo a Moscú. Desde 1994 ha prometido amistad en una justa medida para sacar dividendos económicos, pero sin acceder a los deseos rusos de fusionar los dos países en uno solo.

El doble juego es un arte que Lukashenko domina muy bien, también con Occidente. Pasó de ser llamado «el último dictador de Europa» en sus primeros años de Gobierno, a ser un socio clave en las relaciones entre la UE y Rusia. También jugó un doble papel con Ucrania: al tiempo que Rusia apoyaba a los separatistas del este de Ucrania, Lukashenko recibía petroleo ruso a precios de amigo para refinarlo y vender diésel a Kiev para los tanques ucranianos que combatían en el Donbass. Minsk llegó incluso a ser el lugar elegido para los acuerdos internacionales en torno a la guerra del Donbass.

Ahora Lukashenko vuelve a ser aquel dictador por arte de magia y porrazos de su Policía. El fin de la tolerancia de la UE con sus políticas y las protestas del año pasado le han convencido de que no le queda más remedio que tragar con las condiciones que le plantee Moscú para finalizar en el abrazo y la unión entre ambos países. Parece que Lukashenko se ha desilusionado con Occidente, al que acusa de estar detrás de las protestas en su contra. Eso es, en parte, cierto, pero Lukashenko olvida que su principal razón es el hartazgo que provoca su figura en Bielorrusia y el estancamiento general del país. Rusia ve la debilidad de su vecino y aprovecha para mover ficha e intentar atar en corto a Lukashenko, de forma que no vuelva a dar marcha atrás en la firma del pacto de la unión.

El «caso Protasevich». Román Protasevich es un activista que fue redactor en jefe de Nexta (Alguien, en bielorruso), el canal de Telegram más importante en idioma ruso. Este canal fue la principal fuente de información durante las protestas de 2020. Tiene su base en Varsovia y está sufragado, al menos en parte, con dinero occidental. Desde este canal se difundían las imágenes de la represión policial que los medios oficiales bielorrusos intentaban ocultar. También es cierto que se hacían llamamientos a la revolución y a efectuar actos violentos contra la Policía y otras estructuras del Estado. Algo similar hacía Sofia Sapega, redactora de un canal que publicaba la información personal de policías y sus familiares con el fin de presionarles para que no obececieran las órdenes del régimen.

Ahora, con Protasevich preso, el régimen de Lukashenko presentará la información que este les proporcione como prueba de injerencia occidental en asuntos internos de Bielorrusia. Además, ya empiezan a utilizar el pasado de Protasevich como justificación para el desvío del avión. Es cierto que Protasevich combatió en el periodo 2014-2015 en el Donbass en las filas del batallón, y luego regimiento, Azov, una unidad de ideología neonazi. Esta información era un secreto a voces, pero los servicios de seguridad bielorrusos no se interesaron por Protasevich hasta que este empezó su activismo informativo anti-Lukashenko, además vivió en Bielorrusia hasta 2019.

No cabe duda de que Minsk, con Lukashenko, ha tomado el camino de la confrontación con Occidente sin importar el peaje que tenga que pagar Bielorrusia. La respuesta occidental también ha sido contundente y parece que va a aumentar en las próximas semanas. Ello empuja a Lukashenko hacia el único resguardo que le queda, Moscú. Habrá que ver si esta vez de forma definitiva, si volverá a reinventarse o si la presión popular finalmente conseguirá que se vaya. Esto último parece lo menos probable.