Por encima del bien y del mal
Por si a alguien se le había olvidado dónde estamos, la Mostra veneciana ha seguido comportándose como el gran festival que es, o sea, como esa prueba de resistencia diseñada para ir purgando, durante su celebración, a esos cuerpos y almas débiles, no preparados para la crueldad del mundo.
Aquí también hemos venido a curtirnos; a sufrir, vaya. A soportar las inclemencias de la programación. Todo, o prácticamente todo estaba yendo como la seda, en esta de momento notable 78ª edición, pero tarde o temprano, tenía que pasar; tenía que llegar el día en que las películas no acompañaran. Justo cuando las fuerzas están escaseando.
El primer golpe lo ha asestado Valentyn Vasyanovych con ‘Reflections’, la que bien podría considerarse como la primera abiertamente ‘mala’ de este concurso. Lo es, no hay duda, no tanto por sus valores artísticos (que ahí están), sino más bien por la maldad inherente en prácticamente todas las decisiones tomadas detrás de la cámara.
La historia nos sitúa en Ucrania, en 2014, es decir, en el año del inicio de un conflicto bélico (contra la Rusia de Vladimir Putin) que, esto es importante, aún no está resuelto. Pues bien, en tan dramáticas circunstancias, al director no se le ocurre otra que lucirse en la puesta en escena. La jugada, ni falta hace decirlo, es tan arriesgada que se instala en los siempre peligrosos terrenos de la temeridad, y en efecto: incomoda tanto, que hasta llega a indignar, a asquear.
Donde otros verían dolor, sufrimiento y manifestaciones del mal más absoluto, el hombre solo contempla oportunidades para que el mundo pueda apreciar sus dotes como realizador. Y sí, a nivel de coreografías y de planificación de escenas, ‘Reflections’ es una obra de indiscutible potencia, ¿pero al servicio de qué? Pues de la porno-miseria más cínica y sensacionalista.
Justo después, entra en escena Mario Martone, uno de esos cineastas abonados a la Mostra, más por aquello de cumplir con las cuotas de cine local, y no tanto por sus auténticos méritos filmográficos. Su nueva película, ‘Qui rido io’ (o sea, ‘Aquí río yo’) es la enésima demostración de dicho fenómeno. Se trata de un biopic en forma de producción de prestigio; una tragicomedia dedicada Eduardo Scarpetta, pilar fundamental en la escena teatral de la Belle Époque napolitana.
Retrocedemos hasta la mitificada era a caballo entre el siglo XIX y el XX, para seguir los pasos de la gran estrella del arte popular a quien da vida un Toni Servillo en su salsa. En esto último está el verdadero interés de la propuesta, en el desparpajo de uno de los talentos actorales más arrolladores del cine italiano.
Apoyado constantemente en su magnética presencia, Martone firma un discurso poco inspirado pero llevadero (es decir, ni bueno ni malo) sobre el prestigio, sobre el plagio y el homenaje y sobre los mecanismos de creación y descomposición en el seno de la gran familia napolitana. Todo revuelto, todo bastante atropellado... y por esto, capaz de captar parte de esa esencia del sur italiano, orgullosa y alegremente caótica, frente al aburrimiento y tirantez de las gentes del norte.
En fin, que ha tocado probar suerte en el Fuera de Competición para sacarse un poco el mal (sin)sabor de boca. Y sí, bingo, ahí esperaba la respuesta a nuestras angustias. De la nada, aparece un cine al que dábamos por enterrado. ‘Old Henry’, de Potsy Poncioroli, es un western que nos lleva a la Oklahoma de 1906.
Allí, nos encontramos con un Stephen Dorff muy-muy maligno, y con un sensacional Tim Blake Nelson que actúa como contrapunto. No es necesariamente un personaje bondadoso, pero sin duda está por encima del bien y del mal, como otros muchos mitos (fílmicos) del Salvaje Oeste.
La película se reduce prácticamente a esto: dos hombres (y ninguna mujer), una granja y un dinero por el que matarse. Con pose híper-dialogada (una auténtica arma de doble filo), la película lleva por bandera el espíritu de una ‘vieja escuela’ autocondenada a morir. Cosas de esa masculinidad malvada que, por suerte, tiene los días contados.