Todas ellas nos hablan sobre la experiencia.
Empieza Claudia Llosa: «La película habla de los horrores de la vida cotidiana. Todo está enraizado en lo real; todo lo que plasmamos puede ocurrir en cualquier momento. Así se trasciende el cine de género… sin negarlo. El texto de Samanta nos sitúa en un espacio muy palpable, pero a través de un juego en el que un relato encierra a otro, consigue entrar y proyectar la subjetividad de cada personaje; expandir los miedos que cualquier padre o madre puede sentir hacia sus hijos».
En este sentido, incide en uno de los motores emocionales del film: «Es como si estuviéramos dentro de una pesadilla que es muy real. Pienso en cuando algo familiar se convierte en extraño… esto me resulta muy aterrador. Para subrayar dicha sensación, queríamos crear un sentimiento de confusión, pero también algo muy sensual, que algo consiguiera envolverte, hasta ahogarte y arrastrarte. Queríamos plantar preguntas tensas e incómodas en la mente del espectador, para ello, sabíamos que debíamos construir tensión desde los elementos más mínimos; construir una sensación de urgencia y de peligro inminente».
Samanta Schweblin, la ideadora de este relato dentro de otros relatos, nos acerca al proyecto desde su punto de vista: «El salto de la literatura al cine implicó mucho trabajo, estuvimos enfrascadas en él durante más de un año. Hubo un proceso muy complejo a la hora de abrir la historia, de encontrarle más posibilidades, pero también hubo otro de depuración, de sacar todo aquello que, al final, nos debía dejar con lo esencial».
Y sigue: «Queríamos jugar mucho con los silencios para dejar espacio a los pensamientos. En este sentido, sabíamos que el recurso de la voz en off (fundamental en nuestra visión fílmica) podía ser una arma de doble filo. Hasta el último día en el montaje, estuvimos enzarzadas con este tema».
María Valverde toma la palabra: «Para mí ha sido un viaje. Me aterraba la idea de encarnar a un personaje así, porque implicaba empaparme con sus miedos, pero debo agradecer a Claudia que siempre estuviera a mi lado, inyectándome valor para enfrentarme a ellos. Fue algo mágico: gracias a la atmósfera de trabajo basada en la confianza, y alimentada por un espíritu muy femenino, sentí que incluso las fuerzas de la naturaleza nos estaban acompañando».
La directora retoma el protagonismo: «Siempre me ha interesado la grieta que existe entre lo real y ese pensamiento mágico telúrico tan típico de Latinoamérica. Esto último opino que refleja muy bien la manera con la que nos relacionamos con el mundo. Siempre me ha interesado interpretar mi entorno ‘desde otro lugar’. Me encantó que la novela de Samanta estuviera tan arraigada a la tierra argentina, pero también vi en ella un espíritu muy universal: lo que nos contaba podía suceder en cualquier otra parte del planeta».
Y sigue: «No me anclé en el mundo de género, donde la tensión la produce un factor externo. En mi película, los miedos vienen del interior (que remiten a lo atávico, a los fantasmas más arraigados en nuestra tierra). Me gustó trabajar con estas malas vibraciones a partir de elementos de la naturaleza, jugando con capas que crean una musicalidad mágica, pero que al mismo tiempo está anclada en lo palpable».