Pul-e-Charkhi, cárcel y centro de tortura de las sucesivas ocupaciones afganas
Se cuentan cosas horribles sobre Pul-e-Charkhi, la cárcel más conocida de Afganistán, centro de tortura durante varias décadas. Talibanes que estuvieron tras sus rejas la visitan para recordar su lucha, aunque no fueron los únicos que pasaron por allí.
Me ataban así, con los brazos arriba y se pasaban horas pegándome» –asegura Hikmatullah con un gesto, frente a unas rejas verdes en un pasillo de Pul-e-Charkhi–. «Después me echaban a mi celda». Hikmatullah fue uno de los millares de prisioneros de la cárcel de Pul-e-Charkhi, la más famosa prisión de Afganistán (más incluso que la base militar de Bagram), centro de atrocidades y torturas de los distintos países que han ocupado Afganistán. Una casa del horror.
Hikmatullah pasó tres años y medio encerrado en el sector reservado a los prisioneros talibanes. La cárcel, un conjunto de edificios gigantes, llegó a tener hasta 15.000 presos. Hikmatullah fue liberado con otros 5.000 prisioneros hace dos años, después del acuerdo de paz firmado en Doha en febrero de 2020 entre el representante de EEUU Zalmay Khalilazad y el talibán Mullah Baradar. Hoy vuelve al mismo lugar donde fue retenido, donde sufrió tratos brutales. «Regresé aquí con otros compañeros con la intención de rememorar los momentos pasados; de no olvidar», comenta enseñando su celda, que compartía con otras trece personas en pocos metros cuadrados.
En el interior, unas literas, un ventilador y una pequeña librería donde asoman libros sobre religión, incluido el Corán, que podían prestarles de la biblioteca. Para subir hasta las camas tenían que pasar por encima de unas botellas de agua llenas colgadas con cinta adhesiva a las barras. Todo está en desorden y huele mal. Fuera hay baños y duchas (siguiendo sus costumbres están separados para no humillar a los presos). Algunas celdas disponen de un espacio para hervir agua y hacer té, otras para poder cocinar. No parece una cárcel terrible, pero esa es solo la imagen que se percibe desde fuera. Aunque parezca incluso estar mejor acondicionada que otras, lo que acontecía en su interior era un infierno.
Hikmatullah fue acusado de ser talibán, de lo que se muestra orgulloso. «Me detuvieron cuando estaba de viaje entre Kabul y Kunduz. La primera unidad de los servicios de inteligencia (cuerpo de élite de las NDS, los servicios secretos del Gobierno títere) me detuvieron y me trajeron aquí» –recuerda–. «Ya había luchado contra el Gobierno y la ocupación en mi provincia, en Kandahar, pero decidí unirme a la yihad también en Kunduz, en el norte. Nuestro país estaba ocupado y para nosotros era lógico luchar para liberarlo. Nos destruyeron el país, atacaron nuestra religión. Si no hubiera estado en la cárcel, no habría parado nunca de combatir contra ellos. Si me hubiesen liberado, habría seguido sin parar. Y, si vuelven, volveremos a luchar», advierte.
Hikmatullah va vestido de manera tradicional, con un kandahari (un sombrero tradicional) rodeado por un turbante negro encima de la cabeza. Parece inofensivo, pero fue un muyahidín que vivió en condiciones difíciles y peleó durante años en las zonas más remotas. Tiene un rasgo muy común entre los afganos y los talibanes: una calma que puede transformarse de manera muy rápida en una inesperada reacción, y asegura que oponía una fuerte resistencia a las torturas que le infligieron.
Sobre Pul-e-Charkhi se cuentan muchas historias; todas relacionadas con las condiciones de vida inhumanas, las torturas y la muerte. De hecho, en los años 70 y durante los 10 años de ocupación soviética del país, fue el lugar donde se cometieron las mayores tropelías contra oponentes políticos y presos de guerra. En 2006 se descubrió una fosa común de aquella época con más de 2.000 cadáveres. Recibir un «billete de entrada» a la prisión de Pul-e-Charkhi era muy fácil entonces, y lo siguió siendo. Muchos inocentes fueron apresados y matados o murieron a causa de las condiciones inhumanas. Entre ellos, además de los presos civiles, también había talibanes y los acusados de perpetrar atentados que fueron repartidos entre esta cárcel y la de Bagram. «Hasta entrar para visitar un preso podía resultar peligroso. Te ponían encima del brazo varías marcas con un sello en cada punto de control y, si alguna de ellas por casualidad se borraba, no salías y te quedabas preso», asegura un joven.
Hoy Pul-e-Charkhi está prácticamente vacía, después de que el nuevo régimen talibán tomara el poder. Cuando el Gobierno de Ashraf Ghani cayó el 15 de agosto pasado, la cárcel fue abierta. Nadie sabe quién fue exactamente el que lo hizo, pero los prisioneros se fueron. Los medios occidentales dicen que fueron los talibanes, mientras estos acusaron al Gobierno precedente. De hecho, la noticia de que la cárcel fue abierta llegó justo antes de que los talibanes entraran en Kabul. Y entre los que se fueron había centenares de milicianos del Estado Islámico Khorasan: «Me acuerdo de ellos. Eran unos 600 y estaban en nuestras celdas. Pero siempre nos peleábamos, los pusieron en otro sector. Cuando Ghani huyó, dio la orden de abrir las cárceles así que cuando llegaron nuestros compañeros talibanes, estaban ya abiertas. Todos se fueron», denuncia Hikmatullah. De hecho, testimonios parecidos se oyen en la calle.
A la entrada del penal, actualmente no parece haber nadie. Es difícil imaginarse los controles de hace unos meses. Solo los muros altos y las torres dan pie a la imaginación. Sobre los muros de la entrada, las banderas del país están arrancadas o borradas y por encima está pintada la inscripción del ‘Emirato islámico de Afganistán’. Ahora, solo algunos talibanes se han erigido en guardianes de las entradas y otros, como Hikmatullah, van de visita. Pero las puertas están abiertas, nadie circula por los edificios y las calles. Es una verdadera ciudad fantasma.
Confesiones. En las celdas, como la de Hikmatullah, hay silencio. Todo está como el último día, cuando los prisioneros salieron de allí. A su lado está Qudratullah Nazim, otro muyahidín de Kandahar. Permaneció en la cárcel durante 11 años hasta ser apuntado como responsable de comunicación entre los guardias y sus compañeros. «Fui sentenciado a la horca. Tenía que morir junto a otros compañeros» –cuenta aparentemente calmado–. «He participado en muchas operaciones. He matado a muchos. Cuando me tomaron preso justo había matado a tres personas. Tres soldados del Ejército marioneta del gobierno precedente. Y había pruebas». Lo dice tranquilo, como si fuera normal. De hecho, siempre es así cuando se pregunta a alguien a cuánta gente ha matado: «Es la guerra. Perdimos muchos de los nuestros y matamos a otros».
Pero Qudratullah no fue sentenciado, se salvó. «Cuando ahorcaron a tres compañeros, los talibanes se vengaron con un ataque, matando a 800 soldados. El Gobierno suspendió todo por miedo», asegura.
También Qudratullah sufrió torturas. Lo cuenta, mientras enseña su chabolo, en otro pasillo en el mismo piso del de Hikmatullah, y que pudo renovar con sus propios recursos económicos. «Solían hacer cosas terribles. Ponían cables eléctricos en los testículos, destruían los huesos (muestra las marcas), echaban sprays irritantes en los ojos. Como era el responsable de los prisioneros, me tocaba a mí, a veces, recoger a los heridos de los sitios de tortura y llevarlos a sus celdas. Y siempre tenía que calmarlos para que no empezaran a reaccionar contra los guardias que nos provocaban de continuo solo para torturarnos más. Porque provocaban mucho. Y muchos de nosotros intentábamos matarlos o herirlos. A veces los guardias nos pedían dinero, estaban fumados de hashish o borrachos. Decían que necesitaban dinero para comprar algo para sus novias, y cuando decías que no, que no tenías nada, te maltrataban».
La vida en Pul-e-Charkhi nunca debió ser fácil para los presos. Pero para los talibanes, convencidos de su ideología y con más medios que otros reclusos, era también un lugar donde reafirmarse. «Para nosotros es un lugar histórico, venimos aquí para recordar. Nos hicieron mucho daño. No solo a nosotros en las cárceles, a todo el pueblo afgano. Los extranjeros bombardearon nuestras bodas, nuestras casas, mataron a nuestras familias. Fue una obligación religiosa, para nosotros, defender y luchar contra esto».
No es frecuente que un talibán relate ‘sus misiones’, pero Quadratullah cuenta las bombas puestas al lado de la carretera y las acciones que perpetró. Comandante en Kandahar y Helmand, siente devoción por el movimiento talibán. Como su familia. A continuación habla de su hermano: «Somos 16 hermanos y primos. Solo unos de mis hermanos hizo el martirio, inmolándose contra un grupo de soldados extranjeros y afganos. Nosotros preparamos su chaleco con el explosivo. Mi hermano decidió que quería hacerlo y todavía estamos muy orgullosos. Si no lo hubiese hecho él, ojalá lo hubiéramos hecho nosotros. Y si los extranjeros no hubiesen decidido salir del país lo habría hecho otra vez». Qudratullah concluye recordando el día de su muerte: «Se cambió la ropa, se puso perfume por encima y dijo que era el día de su boda».
Qudratullah, como cada preso, nunca va a olvidar Pul-e-Charkhi, una cárcel llena de historia; de un capítulo contemporáneo de Afganistán y de decenios de trágicos eventos. Un reflejo del drama de un país que sigue sobreviviendo a sus sucesivos ocupantes.