Cuando en su momento se negociaba la «Ley 11/2002, de 6 de mayo, reguladora del Centro Nacional de Inteligencia», PP y PSOE impidieron introducir en la norma enmiendas que aclaraban que los servicios secretos no podían actuar contra grupos o personas que trataran de cambiar el marco constitucional por vías legales y pacíficas.
La exposición de motivos de la ley mencionada establece que «la principal misión del CNI será la de proporcionar al Gobierno la información e inteligencia necesarias para prevenir y evitar cualquier riesgo o amenaza que afecte a la independencia e integridad de España, los intereses nacionales y la estabilidad del Estado de derecho y sus instituciones». En el articulado se concreta que entre sus funciones está la de «prevenir, detectar y posibilitar la neutralización de aquellas actividades de servicios extranjeros, grupos o personas que pongan en riesgo, amenacen o atenten contra el ordenamiento constitucional, los derechos y libertades de los ciudadanos españoles, la soberanía, integridad y seguridad del Estado, la estabilidad de sus instituciones, los intereses económicos y el bienestar de la población».
Durante el debate de la ley, grupos como EA, PNV, BNG o ERC ya se opusieron a esta redacción por entender que dejaba demasiadas puertas abiertas al Gobierno de turno. Coalición Canaria quiso introducir en el texto una enmienda con la especificación de que lo perseguible deberían ser las actuaciones «ilegítimas». Pero desde el PP le respondieron, diccionario en mano, que el término «atentar» ya determinaba que la acción era ilegal e ilícita. Nada dijeron de poner «en riesgo» y «amenazar».
IU, por su parte, pretendió que quedara claro que dentro del ámbito de esta ley no entraba perseguir «la defensa de un orden jurídico-político alternativo al constitucional vigente siempre que se usen medios pacíficos y democráticos para la defensa de tal proyecto político». La acotación, que hubiera sido de gran utilidad en este contexto, fue rechazada sin mayores explicaciones por PP y PSOE.
Evitadas las precisiones y los frenos, desde entonces está en manos del Ejecutivo de turno considerar quién cree que pone en riesgo el orden constitucional y, por lo tanto, es susceptible de ser espiado.
En este contexto se produjeron, por ejemplo, las escuchas contra el conseller en cap de la Generalitat, Josep-Lluís Carod-Rovira, a principios del año 2004. Manuel Fraga Iribarne aclaró entonces que los servicios de seguridad están para vigilar a gentes como «Carod-Rovira, que opina públicamente que hay que separarse de España, rompiendo la Constitución por su artículo 2; si opina que España es un Estado antipático, pues que sepa dónde está».
Antecedente de Pegasus en 2013
Años después, en noviembre 2013, al hilo del escándalo desatado por el espionaje indiscriminado de la NSA con la colaboración de servicios de inteligencia europeos, como el CNI, el diario ‘El País’ revelaba que algunos dirigentes abertzales eran objeto de seguimiento «permanente».
El rotativo madrileño recogía entonces de «fuentes conocedoras del funcionamiento del CNI» que al año son «entre varios cientos y un millar» las autorizaciones que concede el magistrado del Tribunal Supremo encargado del control de la actividad del servicio secreto, un dato que no se hace público por tratarse de información clasificada. Según las mismas fuentes, hay dos tipos de objetivos: permanentes, «cuyo seguimiento se prorroga cada tres meses», y autorizaciones extensas «pero temporales, que incluyen una multitud de objetivos». Los dirigentes de la izquierda abertzale eran objeto del mencionado espionaje permanente. Y otras autorizaciones son ocasionales, para vigilancias puntuales.
La revelación sobre la existencia de un espionaje permanente sobre la acción política de la izquierda abertzale es una constatación más de una práctica conocida y extendida en Euskal Herria de antiguo. Tal y como había venido publicando GARA reiteradamente durante los meses y años anteriores a que estallara aquel escándalo que también quedó en nada.