Un joven le corta el pelo a su compañero en el pasillo, otros repasan con pinceles un mural que lleva décadas pidiendo una «revolución» y unos cuantos ultiman detalles para las jornadas de protesta por el octavo aniversario del crimen contra sus 43 compañeros de la escuela rural para maestros de Ayotzinapa, la mayor desaparición masiva de la historia reciente de México.
«Nada aquí es lo mismo», dice a Efe el estudiante Alexander Salazar.
Las escuelas normales rurales se crearon en 1922 para formar a hijos e hijas de campesinos como maestros para que llevaran la educación al campo.
Desde entonces, han tenido una historia de lucha y reivindicaciones, especialmente desde el fatídico 2 de octubre de 1968, cuando el Gobierno aplastó militarmente al movimiento estudiantil concentrado en la plaza de Tlatelolco, en la Ciudad de México, con una cifra desconocida de muertos.
Pero en la normal de Ayotzinapa, ubicada en el sureño estado de Guerrero, todo cambió después de la noche del 26 de septiembre de 2014, cuando 43 de sus compañeros de primer año desaparecieron después de ser interceptados por policías y militares cuando viajaban en camiones que habían secuestrado para acudir a la capital a la tradicional protesta por la matanza de Tlatelolco.
«Quiero estudiar sin morir en el intento»
Un día normal para los estudiantes como Alexander –él cursa su segundo año– se inicia a las 7 de la mañana para desayunar. Después recibe clase y realiza otras actividades hasta que anochece. Lo mismo al día siguiente.
En días previos al aniversario del 26 de septiembre tienen lugar lo que denominan las jornadas de lucha, por lo que en la escuela, además de sus actividades educativas habituales, también realizan mítines y se organizan para las acciones que realizan en otros lugares de Guerrero y en la Ciudad de México.
En el interior de la escuela, en la cancha central de deportes, se encuentran 43 pupitres vacíos que recuerdan a sus compañeros que nunca pudieron volver a las aulas.
Y en las paredes de cada edificio hay murales con frases como «Quiero estudiar sin morir en el intento».
«Hubo un cambio en la [escuela] normal desde que se suscitó lo de los 43, desde que pasó eso la normal está en constante lucha y protesta», comparte con Efe Alexander.
Tan es así, que las acciones directas no cesan. A pesar del compromiso que estableció el actual presidente Andrés Manuel López Obrador de esclarecer el caso y los avances a cuentagotas, los estudiantes muestran su apoyo a las familias y reclaman la aparición de sus compañeros con protestas que llegan a las llamas.
La semana pasada quemaron en Chilpancingo y en Iguala dos camiones en las puertas de los batallones militares.
«Hay mucha gente que tiene cierto descontento por las actividades radicales que se han llevado, pero estas actividades tienen un fin, se hacen acciones radicales para meter presión al Gobierno y se hacen en los batallones porque son ellos los que están involucrados en la desaparición», defiende el estudiante de 19 años.
Además, remarca otro de sus compañeros, Erick Martínez, de 20 años, las protestas buscan que el caso no quede en el olvido.
Cuanto «más pase el tiempo más se va a ir quedando en el olvido, pero no vamos a dejar morir esto. Los padres todavía están ahí y ya llevan ocho años sin saber», expone el estudiante, quien está viviendo sus primeras jornadas de lucha en Ayotzinapa.
Un cambio de vida
Erick, procedente de la pequeña localidad de Chilacachapa, a seis horas en coche de Ayotzinapa, apenas conocía el caso de los 43 normalistas desaparecidos antes de decidir estudiar en la normal porque no contaba con muchos recursos.
«A pesar de ser del estado de Guerrero no tenía mucho conocimiento de este caso», reconoce.
Pero tanto él como sus compañeros, al iniciar sus estudios adquieren rápidamente conocimientos históricos, sociales e incluso legales o jurídicos vinculados con sus luchas.
«Al llegar aquí es fundamental conocer ese tema porque al ingresar empiezas a convivir, a socializar y a empatizar con la gente y con el dolor que ellos sufrieron. Uno empatizando como ser humano se apega a sentimientos de lucha», destaca.
Y, para ellos, hijos de campesinos, significa un privilegio estar en un lugar donde aprenden y conocen la historia de su país, algo que, consideran, los cambia para siempre.
«Para mí, es un cambio que me hace bien», perfila Erick, antes de añadir: «nos apoyamos mutuamente estando unidos, nos hacemos un poco más fuertes. Ayotzi somos todos. Todos somos uno y uno somos todos».
Ese sentimiento de pertenencia y de unidad hace que los jóvenes estudiantes permanezcan convencidos de su causa y no se amedrenten ante la represión del Estado mexicano, sentenciado para siempre en el lugar por el terror vivido en una violenta noche que dejó varios muertos, decenas de heridos y 43 estudiantes que nunca regresaron con sus familias.
«La escuela te lo da todo, es tu segunda madre, tu segunda casa, ya que te da un techo, bajo el que dormir, tres comidas al día y futuramente te estará dando un título para tener un trabajo estable. Yo me siento orgulloso de estar en Ayotzinapa», termina Alexander.