Crimea como primer modelo y objetivo último
La anexión a Rusia («ascensión» en el argot del Kremlin), de Lugansk, Donetsk (Donbass), además de Zaporiyia y Jerson en el sur de Ucrania, y la declaración del presidente ruso arroja luz sobre las intenciones de su «operación militar especial» (invasión).
Con sus amenazadoras columnas hacia Kiev y las acciones estratégicas de avanzadilla en sus alrededores, Putin trató de forzar en febrero-marzo un cambio militar de régimen en Ucrania que reconociera de iure la anexión de Crimea a Rusia y su ascendiente «histórico» sobre el Donbass, que cuenta con una importante población étnica y colonial rusa.
En paralelo, el Ejército ruso logró abrir un corredor hasta la península, aquejada desde 2014 de graves problemas de abastecimiento, con la toma del control de buena parte de Zaporiyia y Jerson, territorios mayoritariamente rusófonos (a no confundir matemáticamente con prorrusos).
Simultáneamente, posó su mirada en el puerto de Odesa en un intento de privar a Ucrania de su salida al Mar Negro.
Fracasado su intento de golpe de Estado en Kiev y abortado su abordaje a Odesa por la ayuda militar occidental (hundimiento del portaviones Mosvka), el Kremlin centró sus esfuerzos en completar la toma de control de todo el Donbass, incluida la salida al Mar de Azov, y en consolidar sus otras posiciones, para asegurarse de que su conexión con Crimea no dependa exclusivamente del siempre amenazado puente sobre el estrecho de Kerch, que la comunica con la península rusa de Taman.
La contraofensiva ucraniana de septiembre, cada vez más y mejor armada por EEUU y sus aliados, truncó, de momento, su plan.
Putin ha respondido acelerando la anexión formal de esos territorios, sin haberlos terminado de controlar y en pleno repliegue, ¿o retirada? –el Ejército ucraniano rodea ya la ciudad de Liman–.
En un intento de sacudirse la presión de China e India, nerviosas, se muestra dispuesto a un alto el fuego, pero con la condición de que Ucrania asuma que su amputación territorial es definitiva, mientras blande la amenaza de un ataque por todos los medios, incluidos los nucleares, en respuesta a lo que, a partir de ahora, considerará una agresión militar a «suelo ruso».
Las explosiones de los gasoductos Nord Stream, sea quien sea su autor –solo pueden serlo EEUU o Rusia– se inscriben en esta escalada, por reacción o por re-acción.
Al igual que la reacción del Gobierno ucraniano, que ha respondido rescatando su plan de solicitar su ingreso de urgencia en la OTAN.
Putin aduce los resultados de los referendos de estos días en esos territorios para justificar su movimiento en el tablero. Una falacia, ya que en 2014 fue capaz de justificar el 96,7% de «síes» a favor de la anexión de la prorrusa Crimea (83,1% de participación) cuando, entonces, el 24% de la población de la península era étnicamente ucraniana y un 13% tártara, minoría históricamente enfrentada a Rusia.
La Rusia de Putin considera a los habitantes rusófonos de estos territorios «de los nuestros», en una visión esencialista que reivindica la "Novorrosia" ("Nueva Rusia") con la que la zarina Catalina la Grande justificó su conquista militar imperial hace más de 200 años, seguida de una campaña de colonización que se profundizó en la era soviética.
Un esencialismo, el de la «Russki Mir» (civilización, en el sentido de espíritu o alma, rusa), que se contrapone a otro esencialismo, el panucraniano, que niega la pluralidad de un país en el que han luchado, y convivido, vikingos, jázaros, bizantinos, tártaros, eslavos, tribus de la Galitzia occidental, cosacos, rusos...
En definitiva, un magma plagado de historia, como tantos otros, y cuya manipulación esconde objetivos prosaicos. En el caso de Rusia, su puerta hacia el Mediterráneo.
Crimea como inspiración de nuevas anexiones y como objetivo estratégico, primero y último.