Dabid Lazkanoiturburu
Nazioartean espezializatutako erredaktorea / Redactor especializado en internacional

Xi entierra la era Deng y consagra una nueva y arriesgada era

El reciente congreso del PCCh ha certificado el fin de la era de consensos que Deng Xiaoping inauguró tras la muerte de Mao Zedong y ha consagrado la nueva era de Xi Jinping, marcada por el final de las corrientes internas y el impulso a la revitalización nacional.

Xi Jinping el pasado 23 de octubre en la presentación de los nuevos miembros del Comité Permanente del Politburó del Partido Comunista Chino.
Xi Jinping el pasado 23 de octubre en la presentación de los nuevos miembros del Comité Permanente del Politburó del Partido Comunista Chino. (Wang ZAHO | AFP)

El XX Congreso del Partido Comunista (PCCh), clausurado hace justo una semana, ha confirmado el fin del denguismo y la consolidación de la era del xiismo, encarnado en un líder chino que no solo ha logrado asegurarse un tercer mandato, algo inédito, sino que ha acabado de un plumazo con lo que quedaba de oposición interna y no ha nombrado, de facto, sucesor.

Todo ello, unido a la consagración del pensamiento del actual secretario general a la categoría de dogma maoísta incuestionable, pronostica que Xi permanecerá en el poder incluso hasta 2035, cuando, si la biología no lo impide, superará los 80 años de edad.

Su eternización en el poder, apuntada en la reforma constitucional de 2018, supuso ya una descalificación del legado de Deng Xiaoping.

El «Pequeño Timonel» era uno de los hombres más cercanos a Mao Zedong, lo que no le impidió convertirse en objetivo de la «Revolución Cultural», una deriva que tenía como objetivo  los restos sociológicos e intelectuales del viejo régimen pero que alcanzó de lleno a muchos dirigentes comunistas a  principios de los setenta y que llevó las purgas y los linchamientos internos a límites desconocidos.

El propio «Gran Timonel» alentó esa revuelta estudiantil. A su muerte, Deng impuso el límite de dos mandatos con el objetivo de evitar las derivas autoritarias de un poder unipersonal como el que ejerció Mao, con sus periódicas y sangrientas campañas.

E inauguró una suerte de «bipartidismo» en el seno del partido y que Xi ha enterrado en el clausurado congreso.

La imagen de Hu Jintao, líder chino entre 2002 y 2012 y padrino vivo de la corriente tuanpai (procedente de la Liga de Jóvenes Comunistas) arrastrado a la fuerza al exterior del cónclave en presencia de la prensa de todo el mundo mientras imploraba al propio e impertérrito Xi y al resto de miembros de la élite del partido, vale más que mil palabras.

La versión oficial inicial fue que Hu, 79 años y con una salud delicada, se sintió indispuesto, pero fue seguida inmediatamente del mayor de los mutismos, al estilo de las purgas de Mao. Lo que está claro es que  esa imagen, televisada para todo el mundo, era la escenificación del final de la alternancia, controlada, y colegiada, del poder del PC chino.

Xi arrancó su andadura en la cúspide del poder en 2012 acabando con el llamado «Clan de Shanghai», liderado por el sucesor de Deng y máximo líder chino en los noventa, Jiang Zeming, quien comandó una década en la que se impulsó la iniciativa empresarial y su colusión con el poder político al calor de la reforma y apertura introducida en los ochenta por Deng.

Esa evolución fue matizada por la facción tuanpai, una suerte de version «socialdemócrata» –con todas las distancias– , y combinada con una apuesta por una dirección más colegiada, menos dogmática, del poder.

Xi nunca vio con buenos ojos a esa corriente y sus 10 años al mando bajo Hu, a la que los críticos tildan hoy de la «década perdida». Y, en el marco de la campaña anticorrupción impulsada al inicio de su mandato, varios de sus máximos exponentes, entre ellos el que fuera ministro de Seguridad Pública, Zhou Jongkang, y la mano derecha de Hu, Ling Jihua, fueroncondenados a cárcel de por vida.

Xi, contra el «desarrollo desequilibrado»

En el discurso inaugural del congreso, Xi arremetió tanto contra el «desarrollo desequilibrado» de Deng como contra «los patrones de pensamiento erróneos» de Hu. La suerte de su corriente estaba echada. 

Y había sido anticipada con el anuncio del abandono definitivo de la política, previsto en marzo, del primer ministro saliente y apadrinado de Hu, Li Keqiang.

Y ha sido corroborada con la no reelección del también alto dirigente del tuanpai Wang Yang, presidente de la Conferencia Consultiva, y finalmente estampada con la no elección del viceprimer ministro y correligionario Hu Chunhua, quien no solo queda fuera del selecto Comité Permanente (siete miembros) sino que ni siquiera fue elegido entre los 25 miembros del Politburó. 

Arrasadas todas las corrientes internas, y zanjada la era Deng, ¿quiere eso decir que Xi reniega del programa de este último de reforma y apertura? No exactamente.

El actual líder chino no ha abandonado ese proyecto y su informe ante el congreso da continuidad a las políticas económicas ya en marcha.

Políticas que han permitido a China presentarse en 2020 como una sociedad «moderadamente próspera» y que en 2021, centenario de la creación del partido, le permitieron anunciar la erradicación total de la pobreza.

Siguiendo con ese plan, de vieja data pero que Xi ha hecho suyo y elevado a categoría de doctrina, China aspira a convertirse en una sociedad moderna para 2035, cuando se calcula el actual líder podría dejar el poder, enfilando, para 2050, la conversión del viejo «imperio del centro» en el eje que fijará la hoja de ruta del desarrollo global.

No obstante, con ese horizonte prefijado, y posible, el líder chino ha decidido que es momento de dar un golpe de timón y dar un impulso a la revitalización nacional.

El pensamiento Xi ha pasado así del «esconde tus capacidades y gana tiempo» de Deng a «tu tiempo es ahora, muestra tu poder». Lo que se evidencia en su determinación a la hora de reivindicar  ante sus vecinos, la soberanía sobre el Mar de China meridional, sus disputas con India y Australia, la reacción uniformizadora y centralista en Hong Kong, la represión preventiva en Xinjiang y la creciente agresividad contra Taiwán, a la que se añadióel reforzamiento de sus relaciones con Rusia.

Resurgir del nacionalismo securitario chino

Pero ese resurgir del nacionalismo securitario chino, que está, no se olvide,  en el origen de la fundación de la República Popular en 1949 –como desagravio por tantos años de sometimiento a las potencias coloniales–, no es solo un movimiento unilateral. Al contrario, responde también a la creciente agresividad de EEUU, y por extensión de Occidente, contra China, a la que reconoce que es su gran y único rival a la hora de seguir comandando el mundo.

Las relaciones de Pekín con Washington fueron manejables bajo la Administración Obama, con el acuerdo nuclear iraní y el pacto contra el cambio climático como hitos.

Trump, por contra, inauguró una guerra comercial que Biden no solo ha continuado sino que ha complementado con una inusual  agresividad política, que ha ido de la mano de la revisión de la política de «ambigüedad estratégica» sobre Taiwán por Washington.

Guerra de Ucrania

En este sentido, hay quien interpreta la implicación de EEUU y Occidente en la guerra de Ucrania contra la invasión rusa como un aviso a China sobre sus eventuales intenciones de unificar la isla con una intervención militar.

Sea como fuere, lo que está claro es que si alguien soñó con que las reformas orientadas al mercado y a la economía privada («socialismo de características chinas») desembocarían en la occidentalización político-liberal de China,  estaba totalmente equivocado.

Y más con Xi, resuelto a arrancar de raíz la eventual emergencia de una clase empresarial capaz de disputarle el poder. Pero no porque el secretario general del partido y el propio PCCh se hayan reconciliado con la idea de un marxismo original.

Como ha insistido más de una vez el experto gallego Xulio Ríos, el PCCh es heredero histórico del mandarinato, que durante siglos mantuvo el poder manteniendo a raya a la clase mercantil. El «socialismo», si existe, de la China actual tiene un signo marcadamente ecléctico, «a la vez marxista y singularmente chino».

Ello casa perfectamente con las prioridades que evidencia la elección de la cúpula del partido que acompañará a Xi en los próximos cinco años. El número dos y probable primer ministro será Li Quiang, quien, como slíder del PCCh de Shanghai, ha visto premiada su  política de confinamiento por la Covid-19 en la megaurbe industrial.

Zhao Leji, número 3

El número tres será Zhao Leji, responsable máximo de la campaña anti-corrupción y el cuatro Wang Huning, ideólogo del partido y firme partidario de un  Estado fuerte y centralizado.

¿Quiere eso decir que Xi se encamina a gestionar el poder de forma tranquila en una China que camina tranquila y firme hacia su objetivo?

Al contrario, el giro copernicano que inició hace diez años y ha consolidado estos días apunta a que China será mucho más asertiva -¿agresiva?- en la arena internacional, en paralelo al convulso mundo que vivimos, a las dudas que genera su proyecto estrella  de la Nueva Ruta de la Seda y a los desequilibrios de su propio crecimiento interno, desde la crisis inmobiliaria al paro juvenil.

Xi ha roto todos los consensos políticos en la cúspide del poder del PCCh. Deberá no sacrificar en el altar de la revitalización nacional el contrato social con los chinos  por el que el partido les garantiza el progreso social y económico a cambio de que no discutan la preminencia del partido.

De lo contrario, el edificio que comenzó a erigir Xi hace diez años puede comenzar a agrietarse y sus rivales saldrán de las catacumbas..