Todo parece indicar que el fuerte impacto causado por ‘Big Bad Wolves’ (2013) no fue pasajero, y que su triunfo en el Festival de Sitges y la proclamación por parte de Tarantino como mejor película de aquel año ha dejado una profunda huella, convirtiendo a esta rareza de Aharon Keshales y Navot Papushado en una obra de culto. Era tal su violencia visual y temática, que se llegó a decir que podía tratarse de una alegoría de la beligerancia y crueldad de la sociedad israelí, concepto que se pierte del todo en un remake o traducción a otro idioma y dentro de otra cultura, como es el caso.
Pero eso no es lo más inimitable de la película original, un thriller tarantiniano que plasmaba la estética gore con un realismo que lo convertía en algo mucho más cercano a la cotidianidad de las páginas de sucesos, y en todo lo relativo a crímenes pedófilos con asesinatos en serie de niñas.
El argumento de partida basaba su solidez en un férreo esquema triangular que respondía a los tres personajes centrales implicados en la resolución de las torturas y matanzas, y que era el de vengador-justiciero-asesino. A ellos iban asociados una serie de objetos mortíferos como un serrucho oxidado o un soplete. Elementos que formaban parte de una ceremonia de la repetición de actos sangrientos, articulados mediante los pertinentes mecanismos de venganza.
En el tardío remake, hecho diez años después, que es ‘Lobo feroz’ (2023), la estructura ya no es puramente triangular, y responde más a dobles parejas o un cuarteto. De un lado está la madre coraje que busca venganza interpretada por Adriana Ugarte, del otro el policía de métodos poco ortodoxos con el que se asocia para sacar información al principal sospechoso, encarnado por Rubén Ochandiano, mientras la agente que encarna Juana Acosta trata de poner orden y evitar una carnicería.