Kepa Arbizu

La nueva vida de Carson McCullers

En ‘Mi autobiografía de Carson McCullers’ (Editorial Dos bigotes, 2022), Jenn Shapland convierte su investigación sobre las tantas veces obviadas preferencias sentimentales de la escritora estadounidense en toda una proclama en favor de un amor libre despojado de eufemismos, etiquetas o prejuicios.

Carson McCullers.
Carson McCullers. (NAIZ)

Incluso un formato literario considerado, en principio, tan aséptico como el de la biografía no está exento de contener en su naturaleza un sesgo ideológico. El propio hecho de elegir un nombre, y todo lo que puede llegar a representar, sobre el que aplicar un retrato pormenorizado de su vida ya supone una evidente toma de posición, siendo todavía más significativo en ese sentido el criterio con el que son escogidos ciertos elementos, en detrimento de otros, en aras de captar la esencia del personaje en cuestión.

Puede parecer que estamos ante un proceso superfluo, pero el resultado final que arrojará no es ni más ni menos que la proyección particular, muchas veces oculta bajo el abrigo de la objetividad, que se desea ofrecer respecto al sujeto en cuestión.

Jenn Shapland es plenamente consciente de lo que supone ese ritual, no obstante no está lejos de convertirse en una de las tesis que vertebra ‘Mi autobiografía de Carson McCullers’, una obra que desde su propio título, premeditadamente incongruente pero entendible a la perfección con el paso de las páginas, ya dinamita las fronteras entre géneros para, al mismo tiempo que ejerce un repaso –conscientemente militante– por la existencia de la mítica escritora estadounidense, situarse bajo una diversidad formal que le conduce a funcionar como novela intimista acerca del descubrimiento personal, y ajeno, o a ejercitar un ensayo de elásticas ramificaciones.

No existo luego soy

Aunque todo autor aspira a construir su bagaje creativo en torno a un cariz identificativo y único, al mismo tiempo para que ese propósito llegue a materializarse es imprescindible haber encontrado otras voces pretéritas que hayan servido de inspiración o cuanto menos de alimento para ese fervor artístico.

Tristemente acostumbrados como estamos al dominio, casi dictatorial, masculino en el canon literario, y no es solo una cuestión de nombres sino de arrogarse su interpretación de la realidad, aquello que opera en los márgenes siempre ha tenido dificultades añadidas para salir a la superficie y por lo tanto poder ejercer ese efecto llamada para sus ‘semejantes’.

Y si es cierto que el llamado realismo de estructura minimalista ha tenido en figuras femeninas como Eudora Welty, Lorrie Moore o Flannery O’Connor ejemplos de gran valor, más difícil lo ha tenido el colectivo queer, desamparado en su búsqueda de referentes. Un hecho sobre el que cabe preguntarse, tal y como hace la escritora y archivista Jenn Shapland: ¿No existieron o simplemente se decidió obviar o menoscabar esa circunstancia en el relato de sus vidas? Y frente a este interrogante, se nos presenta la figura de Carson McCullers; y la suya propia.

Jenn Shapland, autora de la biografía de Carson McCullers.

Pese al rol evidentemente diferenciado que ambas mujeres ostentan en la elaboración de este libro, sin embargo asistiremos por momentos a su conversión en una sola figura, porque más allá de la rendida admiración que expresa la autora por la exitosa escritora, pondrá en marcha un viaje conjunto que emprenderá a su lado de cara a conocer, aprender y aceptar su identidad –principalmente– sexual. Un trayecto que tiene su primera e iniciática parada en el descubrimiento por partida doble que realiza al tener acceso a la relación epistolar de carácter amoroso con Annemarie Schwarzenbach y a las íntimas sesiones transcritas con su terapeuta, solo ‘desclasificadas’ tras su muerte en 2010, Mary Mercer, a la que acudiría tras un bloqueo creativo, y por lo tanto vital, previo paso de intentar suicidarse.

Como si de una recopilación de pesquisas se tratase, los breves y trepidantes capítulos, a veces reflejados como meras reflexiones, otras como anotaciones a pie de página y las más tomando la forma de descubrimientos, ‘retocarán’ una biografía que hasta ahora había considerado como pintoresca anécdota, o complemento de una actitud atribulada, las múltiples relaciones con mujeres, nombradas por la propia McCullers de ‘amigas imaginarias’; convirtiendo el eufemismo en una forma de esconderse o simplemente de escapar de etiquetas y definiciones especialmente dolorosas en la época.

La larga lista de relaciones, en las que el aspecto carnal nunca es citado de manera explícita, como el sentimiento de pertenencia que entabló con entornos de clara tendencia homosexual, en el que participaban de Tennessee Williams a Truman Capote, parece quedar ensombrecido respecto a un hecho tomado como trascendente, más que por su implicación sentimental por una cuestión de aceptación social: el matrimonio con James Reeves. Cónyuge, por hasta dos veces, al que a los malos tratos hay que sumarle su paulatina enajenación persecutoria –que derivaría en suicidio– con su mujer.

Dos mujeres y un solo libro

Pero en aquellos años, la primera mitad del siglo XX, ser lesbiana era algo peor que un delito, de hecho mientras las relaciones entre hombres estaban penadas en algunos lugares, no era así con la ejercida por las mujeres, ya que ese acto era directamente inimaginable, y por lo tanto no existía. O eso querían creer. Porque más allá del hecho considerado como impúdico, su significación conllevaba desoír todo lo que se espera, a ojos de quien no entiende una realidad que no sea la suya, de una mujer (matrimonio heterosexual, procrear...).

Una percepción que, incluso décadas después, la autora del libro hace suya, ya que todo su proceso de reconocimiento y de autoafirmación será contada a través de los ojos, los escritos, y hasta la casa, donde llegó a hospedarse para la investigación que reproduce el libro, de Carson McCullers.

Portada de la biografía sobre McCullers.

En las casi trescientas páginas de esta obra probablemente no encontremos los datos necesarios para aprobar un examen académico de la firmante de aquella brillante primera novela, ‘El corazón es un cazador solitario’, pero el hallazgo que contienen desprende mucha más trascendencia. No solo va a ser un intento por demostrar (priorizando no tanto llegar a la conclusión, aunque parece lógica, sino el camino que nos lleva hasta ella) que aquella joven sureña enfermiza y bebedora encontraba su verdadera plenitud emocional cuando se sentía rodeada de mujeres o en un ambiente queer, sino que toda su personalidad, incluso su pelo corto y sus trajes de chaqueta y pantalón, no eran extravagancias de un alma torturada y aislada del mundo, como certificaban los personajes que inundaban sus escritos, sino una forma de expresar sin palabras su yo más interno.

La propia Jenn Shapland acepta, no sin ironía, su condición de proselitista, aunque con sutil agudeza revierte esa consideración para cuestionar por qué no reciben el mismo calificativo quienes escogen centralizar el perfil de McCullers entorno a otros valores.

La suya es una determinación por iluminar aquellos episodios desdeñados a un plano secundario y que podrían ser pilares fundamentales en la idiosincrasia de la escritora sureña. Un empeño que además de reclamar esos referentes posiblemente silenciados para la población lesbiana, se erige como guía para demostrar que, en ocasiones, lo que somos, nuestras pulsiones, habitan fuera de lo perceptible a primera vista, y que incluso el amor más puro muchas veces se escribe sobre renglones invisibles.