La injerencia internacional en Sudán no es solo, ni sobre todo, occidental
Sudán se sumó, de los últimos, a los levantamientos árabes y africanos para derrocar a autócratas. No faltó quien volvió a ver la mano de Occidente. Para injerencia, la que países no precisamente occidentales mantienen con su apoyo a uno de los dos bandos militares que guerrean en el país africano.
Un primer análisis invitaría a la conclusión de que Sudán lleva el mismo camino que Sudán del Sur, con dos líderes militares enfrentados por el poder y que alternan períodos de guerra y de negociaciones en una rueda sin fin.
Pero no estamos hablando de un país como Sudán del Sur, recientemente independizado y sin prácticamente estructuras políticas y sociales de articulación como Estado. Lo de Sudán es otra cosa.
El conflicto remite, en su origen, al intento militar de no dejar que sea un poder civil el que asuma el liderazgo del país tras el derrocamiento del autócrata Omar al-Bashir en 2019, tras más de 30 años en el poder.
Fueron los Comités de Resistencia, desde la base, los que organizaron una acampada de meses ante el cuartel general del Ejército, que obligó a que su cúpula sacrificara al eterno presidente.
Las más partidistas Fuerzas por la Libertad y el Cambio, una amalgama de grupos opositores, se avinieron a compartir el poder con los militares de cara a una transición «ordenada» hasta que fueron apartadas por la asonada militar de 2021.
Los análisis que viven anclados en esquemas geopolíticos de la Guerra Fría vieron en aquella revuelta, como con la «Primavera Árabe», una injerencia de Occidente, al igual que con motivo de la independencia de Sudán del Sur.
No en vano, el régimen de Al-Bashir, con su mezcla de islamismo que coqueteaba con el yihadismo de Al-Qaeda y su panarabismo nominal, fue, en los noventa, marcado como enemigo por parte de EEUU.
Es evidente que, pese a que están perdiendo peso claramente en África, tanto EEUU como el Estado francés mantienen una presencia, militar y diplomática, aún notable en el Continente Negro. Y que Occidente sigue con su política asimétrica de apropiación de recursos africanos heredera del colonialismo.
Pero es precisamente esa premisa, en la que prima la relación con los regímenes autocráticos y corruptos africanos, la que impide que Occidente avale realmente procesos emancipadores de sus pueblos. Y Sudán no es la excepción.
Toda reivindicación democrática en clave de soberanía es vista con recelo por parte de quienes, en otros escenarios, se llenan la boca reivindicando esos conceptos (Ucrania...). Y, también, con la reserva de quien sabe que, por acción o por omisión, será acusado de injerencista por su pecado original, y real, colonial.
Otros, y no precisamente occidentales, no tienen ni esos complejos ni esos recelos. Tampoco en Sudán.
El país (45,6 millones de habitantes, mayoritariamente musulmanes), étnicamente diverso, uno de los más empobrecidos del mundo y de los más amenazados por la emergencia climática, ha sido siempre cotejado por sus recursos, sobre todo el oro y la goma arábiga (primer productor mundial), que se extrae de la acacia y es un componente esencial de la coca cola.
El oro está en manos de la Fuerza de Reacción Rápida (RSF), un grupo paramilitar que tiene su origen en las milicias Janjaweed, creadas por el derrocado Al-Bashir y tristemente famosas por el genocidio de Darfur y la salvaje represión de las protestas de 2019.
Pero las RSF son bastante más que unas milicias. 100.000 hombres bregados en las guerras de Libia y Yemen, donde fueron contratados por Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudí, lo que da pistas sobre sus aliados y explica por qué su rival, el Ejército sudanés, ha optado por los bombardeos y no la lucha cuerpo a cuerpo.
Además de tener su bastión en Darfur, fronterizo con Libia y el Sahel, verdaderos almacenes de armamento «bueno y barato», la fuerza de las SFR reside en su control de las minas de oro (Sudán es el tercer productor africano). Los Emiratos son su primer importador y fuentes estadounidenses aseguran que el grupo de mercenarios rusos Wagner participa en ese negocio de exportación, mayormente ilegal. La mano de Moscú.
Rusia era el único suministrador de armas del régimen de Al-Bashir, sometido a duras sanciones desde 1993 por EEUU, que llegó a bombardear objetivos en el país bajo la presidencia de Clinton.
El eterno pero finalmente derrocado presidente había prometido ceder una base militar a Rusia. Tras la asonada militar que en 2021 acabó con la transición iniciada tras el derrocamiento de Al-Bashir, el jefe de los paramilitares de las SFR, Mohammed Hamdane Daglo «Hemedti», exigió cumplir con esa promesa al general Abdel Fattah al-Burhane, el jefe del Ejército que le había nombrado número dos de la Junta Golpista y con el que lucha ahora abiertamente por el poder.
«Hemedti» otorgó la exención del 30% de tasas por explotación extranjera del oro a la sociedad pantalla del grupo Wagner, Meroe Gold. Estaba de visita en Moscú en vísperas del inicio de la invasión rusa de Ucrania.
Nadie piense, sin embargo, que Rusia y Emiratos han puesto todas las manzanas en la misma cesta sudanesa. Cotejan en paralelo al Ejército regular y no le harían ascos a que el país se hundiera en una guerra. Así no tendrían que lidiar con un poder estructurado y unificado. Más y mejor negocio.
Tampoco es que el Ejército de Al-Burhane sean las «hermanitas de la caridad». Controla buena parte de la economía del país, incluido el primer banco sudanés. Y, además de sus buenas relaciones con Israel –de ahí su intento de sumar a Sudán a los Acuerdos de Abraham–, cuenta con el padrinazgo de Egipto (el general pasó por la academia militar de Egipto y es amigo personal del mariscal golpista egipcio, Abdelfattah al-Sissi).
No hay que olvidar que Sudán, el antiguo y ancestral imperio de Nubia –que dio a Egipto los «faraones negros»–, logró doblemente su independencia de Gran Bretaña y de Egipto en 1956 con la descolonización.
Comparte 1.200 kilómetros con Egipto (alberga más pirámides que su vecino), además del Nilo. Entre 3 y 6 millones de sudaneses trabajan como emigrantes en Egipto.
Analistas aseguran que el despliegue de soldados egipcios en la isla de Meroe, 220 kilómetros al norte de la capital, Jartum, y que alberga un sitio arqueológico Patrimonio Mundial de la Humanidad, fue la gota que colmó el vaso y forzó la movilización de los paramilitares de la RSF.
Más aún, apuntan a que El Cairo trató de dinamitar las negociaciones para retomar el proceso de transición, movilizando a partidarios del antiguo régimen para socavar los diálogos, fomentados por la ONU, la Unión Africana, EEUU, países europeos, Arabia Saudí y Emiratos.
En definitiva, asistimos a una nueva –vieja– guerra africana en la que el injerencismo no es exclusivo, ni mucho menos, de Occidente.
Y eso que no hemos mencionado a China, el gran y silencioso agente internacional en África, continente del que es ya el primer socio comercial y el que ya ha desembarcado.